No hace falta ser un experto en cuestiones jurídicas para comprender que Fayt fue un prócer de la democracia y de la República. Integró por 32 años la Corte Suprema y defendió desde allí, contra viento y marea, los grandes principios de la Constitución Nacional. Esos principios que había defendido toda su vida en diversos ámbitos: la cátedra universitaria, la política, el ejercicio profesional del Derecho y la actuación en la dirigencia de la abogacía, que lo llevó a presidir dos veces la Asociación de Abogados de Buenos Aires.
Fayt fue, antes de dejar para siempre la actividad política, un destacado dirigente del Partido Socialista, ese que orientaban, en los años cuarenta y cincuenta, hombres de la talla de Nicolás Repetto y Alfredo Palacios. Al mismo tiempo, y desde muy joven, se dedicó a la docencia y fue por décadas profesor titular de Derecho Político en la UBA y otras universidades. Pero la enseñanza de la Constitución debía, para él, salir de los claustros universitarios y llegar a toda la gente, al “soberano”, como habría dicho su admirado Sarmiento. Por eso, solía ir a las plazas y dar clases allí, para quienes quisieran escucharlo.
En 1983 Alfonsín lo postuló para la Corte Suprema. En el máximo tribunal fue un juez ejemplar, no solo por la enjundia de sus votos, sino por su temple, por su conducta austera e insobornable, que no admitía otras presiones que las de su propia conciencia. Hace poco tiempo sufrió una persecución vejatoria, que no le hizo mella. Sus enemigos –como dijo Ricardo Rojas en el sepelio de Yrigoyen- no sabían que mordían un bronce.
Si todas sus intervenciones fueron de una notable versación jurídica, se destaca entre los tópicos que más profundizó los relativos a la libertad de expresión, que para él era consustancial con la democracia.
Dr. Jorge R. Enríquez
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