Vicente Massot (29)
Desde que tomó las riendas del gobierno, Mauricio Macri ha sumado en su haber diferentes ventajas y, como no podría resultar de otra manera, ha cometido errores de distinta índole.
Vivimos en medio de la corrupción durante décadas, sin prestarle demasiada atención. Sabíamos, además, hasta qué topes había llegado y cuánto estaba enraizada en el sector público.
El kirchnerismo está muerto y no hay Cristo capaz de resucitarlo. Pero a muchos la cuestión no les pareció tan clara.
El país entero conocía desde antes de substanciarse la segunda vuelta de la elección que consagraría como próximo presidente de la Nación, según fuesen los resultados, a Mauricio Macri o a Daniel Scioli, la herencia envenenada que recibiría el gobierno que tomase asiento en la Casa Rosada el 10 de diciembre. Cuando el líder de Cambiemos se impuso al candidato del Frente para la Victoria, nadie esperó que aplicase una política de shock. El ajuste era tan inevitable, como gradual sería su implementación.
El país entero conocía, desde antes de substanciarse la segunda vuelta de la elección que consagraría, según fuesen los resultados, a Mauricio Macri o a Daniel Scioli, como próximo presidente de la Nación, la herencia envenenada que recibiría el gobierno que tomase asiento en la Casa Rosada el 10 de diciembre.
La reunión que el jueves próximo congregará -salvo postergación de último momento- a la plana mayor del peronismo nacional, no será decisiva respecto al futuro de ese movimiento político, aunque marcará un antes y un después en términos del kirchnerismo como astro declinante.
Entre las muchas formas que hay para distinguir los gobiernos que se han sucedido entre nosotros desde 1983 a la fecha, resulta muy ilustrativa la que pone en una vereda a aquellos capaces de reivindicar con éxito todo el poder -y que, por ello mismo, le dejaron a las banderías opositoras el papel de simples comentaristas de la realidad- al par que sitúa en la vereda de enfrente a los que, por las razones que fuere, necesitaron compartir parte de su poder.
Cuanto parecen trasparentar los discursos públicos, ademanes, gestos y gritos -que también los hay- de la clase política argentina, resulta engañoso. Si nos dejásemos llevar por esa serie de exteriorizaciones y, con base en las mismas, decidiésemos trazar un análisis de la realidad, nos equivocaríamos de medio a medio.
Decir que el gobierno se halla en una situación delicada no representa una novedad. Pero que así sea se debe menos al resultado de sus presuntas flaquezas, la falta de capacidad de sus elencos ministeriales o las indecisiones del presidente, que al peso de un ajuste cuya puesta en marcha era inevitable pero cuyas consecuencias -políticas y, al propio tiempo, sociales- no parecen haber sido previstas, por los ganadores de los comicios de noviembre pasado, en toda su envergadura.
Si Daniel Scioli hubiese sido el triunfador en la segunda vuelta que, en noviembre del año pasado, lo tuvo a él y a Mauricio Macri como competidores excluyentes, habría tenido que poner en marcha un plan de ajuste semejante al que implementó el actual presidente y que, por el momento, no ha alcanzado al gasto estatal.
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Fueron tantos los actos en los cuales las diferentes banderías justicialistas recordaron -como lo han hecho todos los años, desde 1946 en adelante- el así llamado Día de la Lealtad, que un ignorante en la materia podría haber pensado, no sin alguna razón, en la pujanza de un movimiento así.
Como ninguna otra semana desde el día en que Mauricio Macri asumió la presidencia, la pasada puso al descubierto los problemas que aquejan al gobierno cuando debe lidiar con esa Casandra moderna, llamada Elisa Carrió.
Como no podría ser de otra manera, los comicios presidenciales norteamericanos siempre despiertan, en esta orilla del Plata, las mismas inquietudes.
Calificarse a sí mismo y a quienes lo acompañan en la gestión que lleva adelante desde hace un año con un 8 (distinguido, en la jerga universitaria), puede que haya escandalizado a algunos y disgustado a otros.