Miércoles, 15 Febrero 2017 10:15

¿Vieja política versus nueva política?

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El hombre del común ya no quiere oír nada que pueda exigirle la obtención de algo que desea a cambio de un esfuerzo personal. Tampoco quiere trabajar mucho, y ni siquiera tener que pensar demasiado sobre una realidad que lo está asfixiando emocionalmente.

 

 

Es lo que vemos a diario hoy día con verdadera preocupación.

 

Esto sucede porque una gran mayoría de la sociedad tiende a ignorar un hecho fácilmente comprobable que nos indica que el mundo está construido de una cierta manera y si se desea disfrutar de sus placeres, resulta indispensable aceptar sus dificultades, porque, se quiera o no, no se puede tener aquellos,  sin lidiar con éstas.

 

Con un pensamiento desviado como eje rector, algunos países de Europa como España, van en busca en estos días de un futuro representado por más “activistas institucionales” (sic) que políticos elegidos democráticamente.

 

La nueva era vociferante, que comienza a tentar a muchas otras naciones, reivindica a quienes ignoran por completo cualquier procedimiento legal que no contemple sus propios intereses, luchando a como dé lugar para imponerlos por la fuerza bruta a los demás.

 

No aceptan que la democracia no “es” el gobierno del pueblo, sino un gobierno de políticos elegidos “por” el pueblo en elecciones celebradas periódicamente de acuerdo con reglas institucionales que deben tender, en líneas generales, al respeto por la ley, una igualdad de oportunidades para todos y equidad en la distribución de los ingresos del erario público.

 

Los “activistas institucionales” a los que alude Iglesias -líder del partido Podemos en España-, sobornan intelectualmente a la gente prometiendo acceso a riquezas fáciles de obtener a través de la confiscación de los bienes privados, en consonancia con la idea de que los asuntos de gobierno debieran resolverse siempre en favor de la “multitud”; es decir, una marea de individuos compuesta por quienes no aceptan rebatimiento alguno a sus propósitos, en unión con los arreados mediante promesas que buscan complacer una inclinación natural del ser humano por atacar a chivos emisarios que sindican como los supuestos responsables de sus penurias, a quienes suelen definir como “especuladores”.

 

Ortega y Gasset decía que “la tragedia de la mayoría de las sociedades occidentales del mundo moderno es que carecen de CONCORDIA, en el amplio sentido moral y espiritual conferido al término”. Insistiendo en que “el fundamento de cualquier ordenamiento político debe consistir en el consenso acerca de quién debe mandar”.

 

La pregunta va dirigida a confirmar quién debe elegir a los gobernantes y de qué manera. Y la respuesta a la misma, está vinculada necesariamente con los principios democráticos que deben sustentar las bases de una República: la creación y el funcionamiento a pleno de instituciones organizadas mediante un sistema legal aceptado por la mayoría de los ciudadanos mediante   el voto.

 

Nada bueno puede provenir de masas lanzadas a la calle denunciando una supuesta represión de sus libertades, sin aceptar que la eventual restricción a la que aluden responde la mayoría de las veces a un ordenamiento legítimamente aprobado por medio de ciertas reglas consentidas por la sociedad en su conjunto.

 

La nueva democracia “de la calle” pretende constituirse en realidad en una democracia “de facto” y responde a una cierta forma de demagogia colectiva, que trata de imponer ideas y reclamos sociales a través de un bullicio que suele tapar lo que subyace bajo la superficie: el deseo de algunos políticos y oportunistas que pretenden sembrar el caos para acceder al poder.

 

El final de estos tumultos ideológicos termina siempre en una dictadura.

 

“El principio de la sabiduría”, señala el politólogo inglés Robert  Moss, “es aceptar el hecho de que no hay planes que cubran todos y cada uno de los detalles, porque no existen varitas mágicas en la historia. En todo caso, lo que hace falta es emprender una difícil tarea de investigación e innovación”.

 

Si bien ningún conjunto de instituciones es un fin en sí mismo, debemos aceptar que constituye una forma de alcanzar fines superiores y no entenderlo así abre la puerta a los enemigos de la libertad y la democracia.

 

Por lo expuesto, no debería existir conflicto alguno entre nueva y/o vieja política como insinúan algunos analistas y observadores, porque ambas deben someterse siempre al interés colectivo, de acuerdo con los resortes democráticos establecidos a través del voto popular. Cualquier otro camino, termina favoreciendo inexorablemente el encumbramiento de algunos aprovechados que pretenden sacar ventajas personales a través del caos  provocado por sus partidarios, organizados en hordas callejeras.

 

Esto ha adquirido una gravedad tan inusitada que hasta en Estados Unidos, líder indudable hasta hoy de la democracia occidental, han comenzado a aparecer las primeras semillas de este veneno político y social.

 

Frente a este panorama desolador, les dedicamos a todos aquellos que creen que la lucha para sostener los valores democráticos es infructuosa, una anécdota relatada por John F. Kennedy en uno de sus discursos políticos, cuyo protagonista fue el ex diputado francés André Lyautey.

 

Dicen que éste pidió una vez a un jardinero que plantase un determinado árbol en su jardín, recibiendo como respuesta del mismo que no creía que valiese la pena, porque la especie elegida pertenecía a aquellas que adquirían madurez luego de transcurridos cien años. Al oírlo, Lyautey le respondió como un rayo: “en ese caso, no tenemos tiempo que perder; plántelo después del mediodía”.

 

Carlos Berro Madero

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