Vicente Massot
Si Gerardo Morales y Horacio Rodríguez Larreta hubiesen urdido un plan -válido en términos teóricos aunque contraproducente en términos electorales- para que escalase la tensión entre los dos principales contendientes en la interna de Juntos por el Cambio, ciertamente no habrían podido ponerlo en marcha en mejor momento que este. El timing ha sido perfecto y el motivo de la disputa ha resultado de peso, en atención al hecho de que cuanto se debate no es un detalle insignificante o una cuestión menor.
En 2015 Cristina Kirchner decidió, sin consultarle a nadie, que fuese Daniel Scioli el candidato a presidente del Frente de Todos. Aunque no tenía razones valederas para dudar de la lealtad del entonces gobernador bonaerense, se encargó de blindar la fórmula con el nombramiento de Carlos Zannini como su vice.
En un país con instituciones tan endebles como el nuestro, cuanto importa no es tanto el estado de derecho como la relación de fuerzas existente en un determinado momento o período histórico.
La desesperación es siempre una mala consejera. El oficialismo kirchnerista, prácticamente sin excepciones a esta regla, demuestra a diario que no sabe a qué atenerse, y como no tiene un plan de acción destinado a colocarse al amparo del vendaval que amenaza pasarlo por encima, obra a tontas y a locas. En realidad, el gobierno se parece a una bola sin manija que va de acá para allá, sin un norte fijo, al compás de quien la impulse en ese momento: Cristina Fernández, Sergio Massa o el presidente de la Nación, cuando lo dejan actuar de manera independiente.
Parecería inconcebible que para echarle más leña al fuego se hubieran puesto de acuerdo la presidente de la Cámara de Diputados, Cecilia Moreau, y el ministro bonaerense de Desarrollo de la Comunidad, Andrés Larroque, respecto de la gravedad de la situación que atravesó la administración kirchnerista hace siete días, poco más o menos. Los dos, en el curso de la semana pasada, fueron enfáticos a la hora de proclamar en público que la suerte del oficialismo pendió de un hilo -en extremo delgado- a raíz de esa crisis financiera estallada el martes 25 de abril.
A esta altura de la crisis poco importa determinar -con alguna precisión- si al presidente lo obligaron a renunciar las inocultables presiones ejercidas por Cristina Fernández y La Cámpora o si prefirió, en un arranque de sano realismo, declinar una candidatura que le quedaba grande por donde se la mirase.
El futuro del oficialismo podría cifrarse, sin falta a la verdad ni pecar de exagerados, en esta breve y categórica sentencia: a los comicios es posible llegar, la elección es seguro que la pierde. ¿Por qué? -En razón de que, con el respaldo irrestricto del Fondo Monetario Internacional -el cual obra a la manera de un prestamista y garante de última instancia- el equipo liderado por Sergio Massa podría evitar una devaluación.
La relación que tejieron Horacio Rodríguez Larreta y Mauricio Macri por espacio de casi dos décadas llegó a su fin el lunes pasado, cuando se hizo pública la decisión del lord mayor porteño de desdoblar las PASO en el distrito que él administra. Si bien el ex–presidente se ha situado -desde hace ya un buen rato- mucho más cerca de las posturas levantadas por Patricia Bullrich que de las de su principal contrincante, ello no implicaba que -luego de bajarse de la carrera presidencial- fuera a apoyar a aquella en forma abierta, a expensas de este. Lo más probable era que asumiese el rol de ‘honesto componedor’ y tratará de mediar entre ellos, de la mejor manera posible.
Estaba cantada cuál sería la decisión del Fondo Monetario Internacional respecto de nuestro país. El viernes pasado el directorio de ese organismo de crédito aprobó, en la ciudad de Washington, la cuarta revisión del acuerdo de facilidades extendidas a la Argentina, y liberó de manera automática U$ 5.400 MM. A cambio, solicitó -ya que no está dispuesto a exigir nada- una revisión de la moratoria previsional aprobada semanas atrás por el kirchnerismo y sus aliados en ambas cámaras del Congreso de la Nación. Adujo que, en virtud del costo fiscal que implica, resulta necesario limitarla, permitiendo que sólo puedan acogerse a la misma “aquellos con mayores necesidades”.
Sería exagerado afirmar que era un secreto a voces, pero lo cierto es que, en las últimas semanas, casi todos los íntimos de Macri sostenían que había tomado la decisión de no competir.
Con noventa días por delante -hasta que se oficialicen las candidaturas en la última semana de junio- no hay encuesta que pueda dar números precisos respecto de la intención de voto de políticos que nadie sabe si serán de la partida o no cuando haya que votar.
Si lo hubiesen planeado con un exceso de alcohol en sangre, no lo habrían hecho peor. Pocas veces en nuestra historia reciente -si acaso alguna- el elenco estable de un gobierno ha cometido tamaña cantidad de errores, metidas de pata, disparates, reacciones desmedidas y grotescos como lo ha hecho la actual administración kirchnerista en apenas tres o cuatro semanas.
Por dónde comenzar una crónica como esta? La situación que atraviesa el país es tan seria y los hechos que se suceden sin solución de continuidad son tan gravosos debido a los efectos que acarrean, que la elección se hace difícil. La ciudad de Rosario está explotada por un narcotráfico que no cesa de crecer a expensas de la inaudita incapacidad de la clase política para ponerle coto al fenómeno.
A primera vista la comparación podría parecer desatinada. Pero -salvando las diferencias insalvables que existen entre los tres hechos- hay un elemento común que los enlaza y refleja el profundo cambio, en términos de la relación de fuerzas, que ha ocurrido en los últimos meses.
Conforme se acercan los comicios que habrán de substanciarse en los próximos meses de agosto y de octubre, presunciones, augurios y profecías de todo tipo, tamaño y color se echan a rodar, basados en los que podríamos denominar supuestos implícitos.
Que en un gobierno poblado de incompetentes el presidente de la Nación se permita decir -sin sentir vergüenza- que “sólo China nos supera en crecimiento económico” no es algo que llame demasiado la atención. Al fin y al cabo, sus pifias, tonterías y disparates orales podrían figurar en el libro Guinness de los récords.
Alberto Fernández no se parece en nada a Cornelio de Saavedra, y ninguno de los adláteres del presidente de la Nación pueden compararse con el Dean Gregorio Funes. Trazar una comparación entre ellos no sólo sería disparatada sino que comportaría una injusticia para aquellas personalidades que, a caballo de la Revolución de Mayo, ayudaron a forjar el país de los argentinos.
¿Quién manda en el oficialismo? La pregunta no es ociosa ni caprichosa. Tiene todo el sentido del mundo a poco de parar mientes en la última crisis que ha estallado en el seno del gobierno. En realidad, lo que sucedió -algo que no dejaría de sorprender en cualquier país medianamente serio en términos institucionales- no es nuevo.
Lo de Massa es audacia y vértigo en estado puro. Cuando se analizan sus decisiones y se pone la lupa crítica sobre los movimientos que realiza hay que pensar menos en lo que dicta la cátedra y prescribe el sentido común que en la necesidad de llegar a los comicios de agosto y de octubre, a como dé lugar. Cuanto puede hacerle fruncir el ceño -y con razón- a los economistas más destacados, al ministro lo tiene sin cuidado. Es un improvisado absoluto en la materia pero -de momento- compensa con un ejercicio pocas veces visto de temeridad, lo que le falta de solidez técnica.
Hay quienes se alarman ante la posibilidad -que consideran probable- de que el kirchnerismo decida emular a los seguidores de Bolsonaro e intente, una vez conocidos los guarismos finales del comicio, desconocer la victoria electoral de cualquier otro candidato que no fuera el suyo.
La inquietante discusión sobre el fin y los medios ha vuelto a adueñarse de la escena. Esta vez con motivo del juicio político a la Corte Suprema que el kirchnerismo -falto de una estrategia para ganar las elecciones por venir- ha motorizado, a como dé lugar, pensando en ensuciar la cancha e intimidar a Horacio Rosatti y a sus pares.
La renovada embestida que el presidente de la Nación y un grupo de gobernadores peronistas han enderezado contra el titular de la Corte Suprema y, por lógica consecuencia, contra el resto de los ministros de ese cuerpo, es fruto de una estrategia que delineó meses atrás Cristina Fernández y que ahora, en consonancia con el fallo que benefició al gobierno de la ciudad capital, ha cobrado más empuje y sumado al jefe del Estado no tanto por convicción como por necesidad.
En el conflicto de poderes estallado pocos días antes de las fiestas navideñas es menester distinguir, con el mayor cuidado, los ánimos levantiscos de un conjunto de gobernadores -14 en total- que nada tenían que perder en la maniobra enderezada contra la Corte Suprema de Justicia de la Nación, de la decisión que con seguridad iba a tomar el Poder Ejecutivo.
La del pasado domingo fue, al margen de cualquier duda que pudiese plantarse al respecto, la final más emocionante de todos los Mundiales. Si bien se mira, se jugaron el mismo día -durante dos horas y media, poco más o menos- tres partidos en uno.
¿Fue una simple puesta en escena para victimizarse y agregarle dramatismo a su situación personal y procesal? Es una posibilidad que no debe descartarse. Pero pudo haber sido -por qué no- un rapto de histeria, propio del personaje en cuestión. O, quizá, fue parte de una estrategia diseñada con el propósito de insuflarle aire al Operativo Clamor, que algunos de sus fieles intentarán poner en marcha en el curso de esta semana o la que viene.
Sólo un necio o alguien que estuviera aquejado por una ceguera aguda podría no percibir, en toda su dimensión, cuál es la estrategia del kirchnerismo para lo que resta del año en curso y para el siguiente.
Era tan cantado el recurso al que echaría mano Sergio Massa que hasta un chico de jardín de infantes se hubiera dado cuenta de lo que se venía. En dos meses, desde el momento en que finalizó la vigencia del dólar Soja 1, el Banco Central perdió 40 % de las reservas de libre disponibilidad que había logrado atesorar en el curso de un mes.
Poco tiempo antes de dar comienzo los campeonatos mundiales de fútbol, en los años 2014 y 2018, una de las inquietudes que compartían -aunque por motivos diferentes- la clase política, los analistas de la situación económica del país y la población en general, estaba relacionada con la incidencia que tendría la performance de nuestro seleccionado en los asuntos públicos.
Reza el adagio, bien conocido en la Madre Patria y en toda la América española, que la necesidad tiene cara de hereje. Que lo nieguen, si acaso pudieran hacerlo sin que se les cayera la cara de vergüenza, el actual ministro de Economía y su mano derecha en esa repartición pública, Gabriel Rubinstein.
Pasan las semanas y nada cambió demasiado en términos políticos. Los problemas son los mismos que enfrentamos desde hace décadas, sin que ninguno de los gobiernos que se turnaron en el ejercicio del poder haya sido capaz de solucionarlos.
La grieta que recorre la geografía del Frente de Todos y de Juntos por el Cambio es tan acusada a nivel dirigencial como la que las bancadas, en el Congreso Nacional, tienen el oficialismo y la principal coalición opositora. A medida que transcurre el tiempo y se acercan los comicios quedan al descubierto no sólo las diferencias, sino también las miserias que cruzan en diagonal el universo de eso que Javier Milei ha dado en denominar la casta política.
Los diez meses que faltan para que se substancien las PASO -siempre y cuando no resulten suspendidas, claro- y los doce que nos separan del momento en que ele- giremos al próximo presidente de la Nación, ¿están a la vuelta de la esquina o se encuentran lejos de nosotros? La pregunta antedicha no es ociosa en términos políticos.
Si la frase no se resintiese por su inequívoco tufillo futbolero, cabría definir la irrupción del presidente de la Nación en el coloquio anual de IDEA, en Mar del Plata, y su discurso en ese cónclave empresario, con el conocido giro ‘se agrandó Chacarita’.
El sentido común indica que en la adversidad es conveniente dejar de lado las disputas internas, hacer a un costado las diferencias, y olvidar cualquier rencor que pudiera existir entre los miembros de un mismo frente político, para nadar juntos contra la corriente y tratar de sobrellevar los rigores de una crisis de la mejor manera posible.
El nuestro es un país acostumbrado, desde largo hace, a sufrir desencantos sonados, a padecer crisis económicas sin cuento y a soportar miserias de todo tipo. Como formamos parte de una sociedad tan mansa como cobarde, protestamos en voz alta, agitamos los brazos enfurecidos, lanzamos amenazas que nunca cumplimos y -al final- nada cambia demasiado.
Un gobierno que, a través de su secretario de Comercio Interior, debe prestarle atención al faltante de figuritas relacionadas con el campeonato mundial de fútbol a punto de comenzar en Qatar, o bien no tiene idea de cuáles son las prioridades del país que habita o bien está mirando otro canal.
La mejor manera de comprender los procedimientos a los cuales ha echado mano Sergio Massa para lograr el cometido que se ha propuesto -salvar al gobierno del descenso tan temido por el kirchnerismo- es tomar conciencia de lo que significa el dicho popular de barrer la basura debajo de la alfombra. Se equivocaría de punta a punta en su análisis quien creyese que el ministro de Economía ha puesto, con las medidas adoptadas hasta el día de hoy, los sillares de un futuro plan de estabilización o algo siquiera parecido. Nada de eso.
No deja de sorprender la manera como nuestros gobernantes -sin importar demasiado cuáles hayan sido o sean sus observancias ideológicas- confunden los veranitos económicos -de suyo circunstanciales- con el éxito de su gestión. Sergio Massa, en particular, y sus seguidores, en general, no representan una excepción a esta regla.
En nuestro país todo es posible. Si para muestra vale un botón, según reza el adagio tan sabio como antiguo, las declaraciones efectuadas el fin de semana pasado por el formoseño Héctor Mayans, nos eximen de mayores comentarios. Véase que cuanto demandó de manera enfática el senador de la provincia norteña, para preservar la paz social, fue la clausura del estado de derecho, nada más y nada menos.
La batucada que protagonizaron los jóvenes de La Cámpora en la intersección de Juncal y Uruguay, en pleno corazón del barrio de La Recoleta, fue una manifestación de carácter político-folklórico, nada más. Unos mil o dos mil manifestantes-descontando la pasividad del gobierno de la capital federal- se cansaron de hacerle el aguante a Cristina Fernández y de repetir, hasta el hartazgo, que se armaría un quilombo si acaso alguien se animaba a tocarla. Conviene distinguir la revolución discursiva de la fáctica.
Conviene no perder tiempo en cuestiones menores o en tonterías, aun cuando indignen o parezcan asuntos de alguna importancia. Dos hechos recientes, de los muchos que podrían traerse a comento, sirven de ejemplo.
Hay verdades que -sin distinción de matices ideológicos- conocen bien todos los políticos. Una de ellas es que, en situaciones críticas, un gobierno que se hace cargo del poder o un ministro de Economía que llega a su despacho, en reemplazo de otro cuya gestión ha sido fallida, deben actuar de inmediato y tomar las decisiones que fueran menester, sin pedir permiso y sin perder tiempo.
Semanas antes de la sorpresiva renuncia de Martin Guzmán, el entonces presidente de la Cámara de Diputados de la Nación convocó a su casa, en la localidad de Tigre, a una suerte de dream team de economistas del peronismo que, era vox populi, respondían al anfitrión y estaban dispuestos a acompañarlo en la empresa, siempre y cuando Sergio Massa fuese nombrado jefe de Gabinete o, en su defecto, ministro en la cartera de Hacienda.
A Sergio Massa lo hubieran podido nombrar ministro de Economía en el momento en que Martin Guzmán decidió irse a su casa dejando, detrás suyo, un verdadero tembladeral en las cuentas públicas.
Ninguna de las versiones que se han echado a correr en el curso de las últimas semanas es disparatada. Básicamente porque, a esta altura de la crisis, todos los escenarios deben ser tenidos en cuenta. En una palabra, cuanto hace algunos meses era sólo posible, ahora se ha transformado en probable.
Algunos opinan que las comparaciones son odiosas, y es posible que, en ciertos casos, ello sea verdad. Pero no siempre es así, sobre todo si el ejercicio no abriga el propósito de fulminar condenas y levantar patíbulos. Cualquier interesado en saber si existe un común denominador en las crisis dramáticas que hemos sufrido -desde el Rodrigazo a la fecha- no debería esforzarse demasiado.
Excepto para un suicida -y no existen muchos en la esfera de la política- cualquiera que se asomase al abismo retrocedería sin dudarlo producto del miedo a caer en el vacío.
Todo fue un grotesco. La manera como Martin Guzmán -no sin predeterminación- decidió el día y la hora de su renuncia. El off side en el que quedó parado el presidente, que se enteró de la noticia mientras almorzaba en la casa de campo de un renombrado evasor impositivo.
La disputa que se ha entablado a cara descubierta por el manejo de los planes sociales muestra, a la vez, varias cosas. Por de pronto, la dimensión pavorosa de la pobreza argentina. Enseguida, las cifras astronómicas que se manejan. En tercer termino, la rajadura notable y notoria de un Frente de Todos, del cual sólo quedan saldos y retazos. Y, por último, la voracidad de los protagonistas de la pelea a la hora de querer hacerse de esas partidas presupuestarias.
El escándalo que ha suscitado la presencia del avión iraní-venezolano en suelo criollo es, en primera instancia, una demostración palpable de la improvisación y de la incompetencia con que se manejan los principales funcionarios del Estado argentino.