La reflexión precedente le vendría de perlas a Cristina Fernández, a Sergio Massa y a muchos otros herederos del “movimiento” justicialista, que han comenzado a ensayar sus papeles de “buenos”, “arrepentidos” y “lacrimógenos” al lanzar su campaña electoral para agosto y octubre próximos, especulando con que mucha gente con sed de reivindicación social vea en ellos una bebida refrescante.
Creemos que no van a tener mucha suerte: la heladera donde guardan la misma no parece estar “enchufada” a tomacorriente alguno. Pese a esto, algunos incautos quieren creer en sus posturas falsamente esperanzadoras, como ha venido ocurriendo en los últimos 40 o 50 años. El mismo tiempo transcurrido para contribuir a convertirlos en pobres y mendicantes.
Una creencia justificada, hemos dicho alguna vez siguiendo a Bernard Williams, “es aquella a la que se llega a través de un método, o que está respaldada por consideraciones que la favorecen, no solo porque la hagan más atractiva o algo por el estilo, sino en el sentido específico de que proporcionan razones para creer que es verdadera”.
¿Qué razones pueden esgrimir los peronistas “travestidos” para convencernos de que la decadencia a la que hemos arribado en nuestro país no ha contado con su participación directa y efectiva en todo sentido?
Ninguna.
El movimiento creado por el General Perón y sus actuales capitostes de todo color y género, se ha caracterizado siempre por esparcir falsedades propaladas por quienes interpretan una supuesta “doctrina” del líder fallecido (variada según sea el intérprete de la misma), completamente decididos a ocultar sus propios fracasos.
De todas las mentiras que se dicen en este mundo, las que más escandalizan son las que resultan fruto de explicaciones fraudulentas sobre procesos naturales o acontecimientos históricos. Más aún, cuando al darlas se recurre a posturas que parecen decir: “yo no tengo nada que ver con la oscuridad que has vivido; soy el cambio y la luz del recién llegado que conduce al final de un camino hacia la bienaventuranza”; ocultando así toda responsabilidad por haber contribuido a apagar una a una las velas encendidas de quienes creyeron en ellos hasta el día de hoy.
Dice Harry Frankfurt que hay diversas especies de profetas, entre los que hay que distinguir al charlatán del embustero. “Este último”, dice, “conoce la verdad, la valora, pero la oculta y la desfigura para obtener algún tipo de ventaja. El charlatán se despreocupa totalmente de cuál sea la verdad sobre el asunto del que habla”.
Respecto del peronismo, estamos frente a la presencia explosiva de embusteros charlatanes; es decir, la peor combinación posible. La que ha llevado a muchos de ellos (¿casi todos?) a navegar con sus velas desplegadas a full, sin interés alguno por alcanzar el reconocimiento de la realidad objetiva y descartando cualquier posibilidad de instruirse sobre la índole de las cosas sobre las que peroran desfachatadamente, al tiempo que prometen mejorarlas.
En campaña terminan desnudando así su alma hablando en un idiolecto sentimental rayano en lo enigmático, sin otro sustento que sus falsas terapias para mitigar el dolor de quienes oyen sus promesas.
En cualquier caso, se los ve muy “caritativos” (¿) utilizando un lenguaje conveniente a sus fines, donde la adecuación a la realidad ha caído siempre fulminada por torcidas intenciones, mientras el esfuerzo por engañar a sus interlocutores puso en marcha procesos que debilitaron la convicción sobre alguna verdad discernible.
¿Será acaso porque muchos de sus receptores han resultado ser, al fin y al cabo, tan mentirosos como ellos? Difícil saberlo con exactitud.
No hay duda alguna, como dice Fernando Savater, que “la sociedad humana no sólo es cooperativa como cualquier otra agrupación zoológica remotamente similar, sino también coloquial, por lo que cada uno de nosotros crece alimentado por las aportaciones simbólicas que recibimos de los demás y por el reconocimiento que ellos tributan a nuestra integración en la común humanidad”.
En ese sentido y en última instancia, estos apóstoles del macaneo ayudan a la gente a VIVIR, de algún modo, pero no a SER.
Verdaderos profesionales de la peor política, han terminado desarrollando así capacidades sensoriales que les sirven como anillo al dedo para inventar realidades “alternativas” que le impidan captar con exactitud a sus prosélitos todo lo que hay en ellos de indecente.
“En cualquier caso”, dice Fernando Savater sobre cuestiones de esta índole, “oímos con frecuencia recomendaciones de las versiones moderadas de creencias tradicionales por una piedad establecida, como paliativo a la desestructuración social de la llamada crisis de valores”. Una crisis, agregamos nosotros-, que nos ha llevado a concebir los tiempos de hoy como una ruptura con las formas tradicionales de abordar las cuestiones que nos preocupan.
La cultura de tirar por la ventana lo que nos molesta, o tratar de convencernos que debemos afirmar el camino hacia una felicidad “merecida”, es una creencia falsa que carece de suficientes pruebas que nos permitan reconocer que las cosas son lo que son y no lo que querríamos que fueran.
Ante esta realidad, nos preguntarnos con bastante preocupación: ¿será porque muchos de nosotros, de alguna manera, mentimos como ellos con la misma naturalidad con la que respiramos?
Carlos Berro Madero
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