La mayoría, en cambio, aun cuando no lo proclame en público -por razones que cualquiera entendería- es consciente de que luego de las PASO su suerte quedó echada. Como nadie en el cuartel general del macrismo cree en los milagros, aspiran a cumplir el mandato de cuatro años en tiempo y forma. A esta altura del partido, el presidente de la Nación tiene como meta personal entregarle a Alberto Fernández el bastón de mando el 10 de diciembre. Si algo le quita el sueño es la posibilidad de repetir el derrotero de dos de sus predecesores, Raúl Alfonsín y Fernando De la Rúa, y de tener que dejar la Casa Rosada antes de tiempo.
No es un secreto que Mauricio Macri consideró que en las primarias abiertas la moneda estaba en el aire. Se fue a dormir el sábado l0 de agosto creído de que, si acaso perdía, sería por tres o cuatro puntos, como mucho. El domingo los resultados de las elecciones tuvieron para él un efecto devastador; y si bien nunca perdió en público la compostura, en privado no luce igual. Por de pronto, no termina de entender qué pasó y en más de una oportunidad quienes lo frecuentan para jugar al bridge han notado que es presa de bajones anímicos recurrentes.
Cumplir los cuatro años para los cuales fue electo en 2015 representa el único trofeo -si cabe denominarlo así- que podrá mostrar a la hora de volver al llano político.
Ser el primer presidente de origen no peronista capaz de completar su mandato representa una obsesión que no lo deja en paz. Quizá su deseo no sea nada del otro mundo y hasta cabría pensar que es un pobre consuelo. Ello en atención al cambio que prometió llevar adelante cuando se hizo cargo de la administración del estado y de la esperanza que suscitó en millones de argentinos que lo votaron. Esperanza que, al cabo del tiempo transcurrido desde entonces, ha desaparecido por completo.
Pero nada le resultará fácil de ahora en adelante a Macri. Lo que, en otros países, con instituciones más robustas que las nuestras se da por descontado y -por tanto- no resulta materia ni de discusión ni tampoco de preocupación, aquí se halla abierto a debate. Es deseable y conveniente -por el bien del marco republicano en el que declamamos movernos- que en una ceremonia sin descortesías ni arrebatos el presidente se despida el 10 de diciembre colocándole la banda a su sucesor.
Pues bien, hoy nadie apostaría, doble contra sencillo que, fuera de ese escenario, no haya otro probable, por desagradable que sea. Y, aun si se cumpliese la meta macrista, se recorta en el horizonte de quienes abandonarán el gobierno una complicación de alcances impredecibles en lo que hace a la Justicia.
No se necesita ser muy avisado para tomar conciencia de que algunos de los funcionarios de mayor jerarquía de la administración saliente deberán preparase para desfilar por los tribunales a partir del año que viene. A las causas hoy abiertas seguramente se le sumaran tantas más. Entre el carácter camaleónico de la mayoría de los magistrados de Comodoro Py y la gran cantidad de fiscales kirchneristas que pueblan el sistema judicial argentino, mejor es que el macrismo ponga las barbas en remojo.
Si las tribulaciones del actual presidente son del orden arriba mencionado, las del futuro se relacionan básicamente con el estado de la economía. Es lo que, de ordinario, sucede en nuestro país. Sobre el particular se podría hablar de un denominador común en el cual incluir a Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Fernando De la Rúa, Eduardo Duhalde y Mauricio Macri.
Todos, en distinta medida, debieron hacer frente a una situación económica que iba de lo difícil a lo catastrófico.
El caso de Alberto Fernández no es muy diferente al de sus predecesores. Con la particularidad de que no tendrá a su disposición un mercado de capitales amigable, una ANSeS pletórica de depósitos, una máquina de imprimir billetes mágica o un boom de los precios de los productos exportables capaz de meter bajo la alfombra los vicios del subdesarrollo argentino y postergar, para más adelante, los problemas congénitos de la economía nacional.
En el libreto de Alberto Fernández no figuran la reforma de la Constitución nacional, la expropiación de los campos de más 5000 hectáreas, la puesta en comisión de todos los jueces federales, la remoción de algún ministro de la Corte Suprema, ni su eventual reemplazo por Carlos Zannini.
Que lo voceen ciertos kirchneristas de paladar negro no significa que a esos tópicos los haga suyos. De sobra sabe que la única prioridad de los primeros meses de gobierno será el manejo de los números -por llamarle de alguna manera a la tarea que deberá realizar hacia fuera- en la negociación de la deuda con el Fondo Monetario Internacional y hacia adentro, a la hora de formalizar el pacto social anunciado.
Tal como marchan los acontecimientos y dados los desafíos que enfrentará la administración entrante apenas se acomoden sus principales responsables en Balcarce 50, el lapso con el que contará Alberto Fernández para presentar su programa y tomar las primeras decisiones en punto a políticas públicas, será cortísimo. No más entrar a la Casa Rosada se hallará ante un panorama harto complicado. Que lo conozca de antemano -en el supuesto de que el período comprendido entre el 27 de octubre y el 10 de diciembre sirva para generar un traspaso del poder de manera civilizada- no significa que los problemas vayan a ser de menor envergadura.
Porque al peso que tendrán la deuda externa, la inflación y la recesión sobre los hombros del futuro presidente deberá adicionársele las expectativas que -a veces de propósito y a veces en forma inintencionada- ha suscitado el kirchnerismo en el curso de la campaña electoral. Las millones de personas convencidas de que podrán vivir y consumir como entonces -es decir, como en los años dorados de Néstor y Cristina- pronto caerán en la cuenta de que ello es imposible. Inicialmente el desafío mayor de Alberto Fernández no tendrá el rostro de La Cámpora sino el de esa parte de la sociedad que lo votó con base en la convicción de que la historia puede repetirse. Las expectativas insatisfechas siempre resultan peligrosas.
Vicente Massot