Jorge Fernández Díaz

 

A mediados de octubre de 1880 una carta publicada en las páginas del diario The Times hizo enarcar las cejas a la opinión pública británica. La misiva llevaba la firma de un capitán inglés retirado que administraba tierras de una familia en Irlanda. Luego se supo que, tras una mala cosecha, ese administrador había impuesto astronómicos precios de alquiler a los pequeños y medianos agricultores que arrendaban los campos, y que estos habían acudido a la Liga Agraria para que negociara una cifra más razonable.

 

 

Coats era un caballero de gestos suaves, pero Mattis sabía que en realidad estaba hecho de acero puro. Revistaba entonces como director de Inteligencia Nacional de los Estados Unidos, y su interlocutor era un general retirado de cuatro estrellas del Cuerpo de Marines, a cargo ahora de la Secretaría de Defensa.




Para Ortega y Gasset, la diferencia entre argentinos y europeos estaba cifrada en dos verbos enfrentados: ser y hacer. Contrariamente a nuestros cosmopolitas y laboriosos ancestros del Viejo Continente (hacer), los argentinos llevaban una vida ensimismada, revertida sobre sí mismos, en la que vivían eternamente consagrados a la construcción de su propio personaje (ser).


 

Arturo Jauretche, aquel ingenioso articulista del nacionalismo criollo que inventó todo el argumentario descalificador del peronismo y que todavía resulta el Santo Patrono de la militancia kirchnerista, no pudo evitar hacerse amigo de Sebreli.

 

 

Cada día cada cual se lleva a casa su propia cruz. De las vicisitudes del ruidoso desalojo de Guernica, uno de los fiscales se llevó a su hogar y a su insomnio el odio visceral de aquellos ojos.


 

¿Qué significa la manida admonición kirchnerista "el capitalismo está al borde del abismo"? Significa que el capitalismo está parado en el borde del precipicio, mirando hacia abajo, y preguntándose qué corno estamos haciendo. ¿Y cuál es la nación más neutral del mundo? La Argentina: no interviene ni siquiera en sus propios asuntos internos. ¿Y cuáles son los períodos críticos que tiene por delante el cuarto gobierno kirchnerista? Son cuatro: primavera, verano, otoño e invierno.

 

 

Intentando narrar la fantasmagórica historia de Antoine de Tounens, aquel aventurero francés que quiso erigirse en monarca de la Patagonia, un cineasta sufre las penurias de una producción paupérrima y recurre a toda clase de argucias para disimular esa carencia.

 

 

Les recuerda Piglia a sus alumnos, a quienes supone de una izquierda unánime, que Borges resulta un gran problema para todos ellos, puesto que no encaja en el arquetipo de la "derecha aristocrática": es un hombre sobrio y austero (sic).

 

 

La última vez que Perón se encontró con los jefes montoneros en Puerta de Hierro les contó un chiste sin gracia. Al cumplir doce años, el padre de Jacobo le anuncia que dejó su regalo encima del ropero y que necesitará una escalera para alcanzarlo.

 

Participo de una tertulia política y literaria que suele acontecer todos los jueves de la eternidad en un café virtual donde al final se escuchan poemas, cartas y canciones, y donde el filósofo Santiago Kovadloff intenta oponer sus pulidos argumentos a una ola de camelos e insensateces, sarasas oficiales y agravios semánticos.

 

Asevera Dickens que toda familia de alguna antigüedad o importancia tiene derecho a un fantasma. La familia kirchnerista, que apenas balbucea apotegmas selectivos de Perón y que masculla vetustas oraciones de Jauretche, cuenta sin embargo con su propio fantasma ilustre.

 

En un inspirador documental sobre la vida de uno de los grandes genios del cine -Woody Allen- se revela involuntariamente la esencia del peronismo post mortem.

 

En una ruidosa convención de provincias donde se decide el destino de toda una región y los basamentos de la primera democracia, toma la palabra el mayor Cassius Starbuckle; un militar, jurista y estadista sin par a quien John Carradine dota de una voz bíblica.

 

Cristina Kirchner, eximia actriz y gran diva política, podría decir como Ingrid Bergman: "Para ser dichosa basta con tener buena salud y mala memoria". Ese aforismo irónico pertenece a la antología de las frases de la mala fe. Porque implica hacerle trampas a la verdad, borronear la cronología de los hechos ciertos y romper, por lo tanto, las reglas y los razonamientos según convenga.

 

 

Para explicar el desamparo, Sartre narra la peripecia de un alumno afligido por un dilema. Durante la ocupación nazi, su padre había abandonado a su madre y había confraternizado con los colaboracionistas, pero su hermano mayor había muerto durante la ofensiva alemana, y este muchacho, que era generoso, aunque primitivo, quería vengarlo: partir de inmediato hacia Inglaterra e ingresar en las Fuerzas Francesas Libres.

 

 

Pese a que Borges era completamente alérgico a cualquier efusión chauvinista o patriotera, sugería con orgullo que la amistad era nuestro gran activo: la mejor pasión argentina.

 

 

Aaron Stampler representa la perfecta imagen de una víctima: fue abusado en su infancia, tiene fobia a la oscuridad y es tierno, tímido y tartamudo. El arzobispo de Chicago le brinda por fin refugio, pero tres años después la policía encuentra al joven, amnésico y manchado de sangre, junto al cadáver destrozado de su protector.

 

 

 

"La mayor parte del caviar se guardó para la nomenklatura", decían los revisionistas de la experiencia soviética.

 

 

Conocí al Sérpico patagónico gracias a una infidencia: se había disfrazado de mujer y había capturado a un violador serial que atacaba parejas a orillas del río Limay.

 

 

Baudelaire tomaba opio para curarse, sin saber que el opio era precisamente aquello que lo enfermaba. Para mitigar sus malestares, las sociedades del siglo XXI acuden a las drogas más autodestructivas.

 

 

En una legendaria agencia de publicidad que replicaba los sofisticados ambientes de Mad Men había una ley de hierro: el cliente alemán y el cliente inglés jamás debían cruzarse.

 

 

Cuando Evita entró en la inmortalidad, dos policías se presentaron en la oficina de Borges. El Gobierno había decretado en todo el país un larguísimo duelo compulsivo y la obligación de usar cintas negras y corbatas enlutadas, y los sindicatos y las fuerzas de seguridad vigilaban que nadie desertara de ese mandato.

 

 

Enseñan los oceanógrafos que el talud continental es un abismo marítimo. Y también la tumba de los submarinos, que, por acción enemiga, desperfecto o accidente descienden a esas profundidades oscuras y a unos seiscientos metros se aplastan, se deforman y naufragan por efecto de la presión.

 

 

En su melancólico soneto a un amigo célebre, Borges decía: "Manuel Mujica Laínez, alguna vez tuvimos una patria - ¿recuerdas? - y los dos la perdimos".

 

 

Y un día el volcán explotó. Tormentas eléctricas, lluvias torrenciales y ventarrones pavorosos de material calcinante arrasaron en dos fases -la primera moderada, la segunda letal- con aquella tierra vasta y fecunda. Luego de la maldición de la ceniza, llegó una nevada sobrenatural, y entonces la ganadería, y las industrias y comercios que vivían de su pujanza quedaron definitivamente al borde de la quiebra.

 

 

Si a los argentinos nos dan un tiempito quizá logremos también destruir España: ya hemos conseguido, por lo pronto, filtrar en su gobierno a incontables idólatras de Perón y Evita.

 

 

Un matemático, un torpe hombre común -cualquiera de nosotros-, elude la creciente violencia de su patria y emigra a un bucólico pueblo rural. Quiere armarse allí un refugio y escribir un libro, pero un grupo de lugareños comienza a hostigarlo desde el primer día.

 

 

Aquel niño de nueve o diez años que hasta entonces solo conocía los libros descubre de pronto el carácter romántico de un secreto y los asombrosos ritos de un duelo a muerte. El drama tiene lugar en la quinta Los Laureles: su primo Lafinur lo ha llevado en tren a un asado campero. Corre el año del Centenario y del cometa, y ya los cuchilleros pasaron de moda; como se sabe: el revólver de seis tiros acabó con el más guapo. El niño es tímido, y pasa inadvertido entre churrascos, guitarreadas, habanos y conversaciones picantes.

 

 

El general vestía de blanco. Bebía a sorbos lerdos un té tibio en la galería del palacio y disfrutaba la última claridad de la tarde rojiza.

 

 

El muerto yace boca abajo flotando en una piscina y narra desde allí su malograda peripecia. El largo flashback que sigue a ese comienzo antológico acaso constituya la más brillante historia original jamás filmada.

 

 

La pérfida historia de los dos príncipes hermanos merecería una película en blanco y negro. O una adenda en Momentos estelares de la humanidad, aunque Stefan Zweig la habría dotado de lúcidos apuntes biográficos y de implacables observaciones psicológicas.

 

 

Dorothy Knudson tuvo al menos el privilegio de una muerte elegante. Fue alguna vez una gran cantante de ópera, se volvió célebre interpretando a Mimí en La Bohème y, ya retirada de los escenarios, no era más que una anciana anónima en un bote a la deriva.

 

 

La primera vez que asistí al fin del mundo tenía ocho años. Fue tan fuerte el impacto emocional que permanecí de pie frente al televisor a lo largo de toda la película, incluso durante los cortes publicitarios, y al final sentí tres cosas: un cierto alivio, una especie de atónita decepción y un intenso dolor de pantorrillas.

 

 

Nicholas Van Orton es un exitoso experto en inversiones, con una existencia acomodada y hasta lujosa, aunque algo maniática, soberbia y vacía, desprovista de vitalidad y alejada ya del sentido común.

 

 

"La estupidez insiste siempre", escribe Camus en su célebre novela sobre la peste de Orán.

 

 

El polígrafo catalán Noel Clarasó afirmaba que los humoristas y los filósofos dicen muchas tonterías, pero "al menos los filósofos son más ingenuos y las dicen sin querer".

 

 

En El mundo y sus demonios, Carl Sagan asevera que una de las lecciones más tristes de la historia universal consiste en estar sometido demasiado tiempo a un engaño.

 

El periodista y analista político Jorge Fernández Díaz participó de una entrevista por Terapia de noticias, en LN+, y analizó la gestión de Alberto Fernández. "Nunca un presidente tuvo una tarea tan grande: gobernar un país y a Cristina Kirchner al mismo tiempo", dijo.

 

La victoria es furor, la derrota es rabia, sentenciaba el autor de Los miserables. Pero hay ciertas derrotas que también pueden ser parteras de la historia.

 

 

En sus tiempos dorados, durante el reinado de Néstor I, el jefe de Gabinete lucía en su despacho una estatuilla de Sarmiento. La severa y elegante escultura llamaba la atención de algunos dirigentes peronistas: el autor del Facundo es el archivillano de los revisionistas de manual; la pedagogía y el discurso único del justicialismo en las escuelas y universidades llama a escupir su imagen y a repudiar eternamente sus páginas. Que por lo general no se han tomado el trabajo de leer ni de contextualizar.

 

 

"Todos los gobiernos mueren por la exageración de su principio", afirmaba Aristóteles. Una posible historia del kirchnerismo debería revisar cuidadosamente su dinámica de radicalización, que siempre resultó hija del error no reconocido.

 

 

"Ya no basta con contar la verdad, también hay que destruir las mentiras", postuló hace unos días Javier Cercas al recibir el prestigioso Premio Francisco Cerecedo, que le entregó el rey Felipe VI en nombre de la Asociación de Periodistas Europeos.

 

 

Entre las infinitas leyendas de la historia del ajedrez acaso la más intrigante se refiera a Isabel la Católica. Narran antiguos expertos que, al estudiar las reglas de ese juego, que provenía de Oriente, la esposa de Fernando de Aragón se indignó con las limitaciones que mostraba la dama sobre el tablero.

 

 

Arturo Jauretche giró en la íntima y fría madrugada, y disparó a matar. La única munición era esférica y del mismo tamaño de un calibre 45. Su contendiente, el general retirado Oscar Colombo, hizo lo propio a cuarenta pasos de distancia.

 

 

"Los nacionalistas no tienen nada de progresismo", se cansó de explicar Fernando Savater. Como buen señor feudal, Néstor despreciaba desde hacía décadas la ñoñería progre y estaba de acuerdo con el filósofo español sin haberlo leído.

 

 

Perón escribió el libro Apuntes de la historia militar cuando todavía era mayor del Ejército Argentino, y esa pieza arqueológica (confieso con pudor que nunca la he leído) recoge las enseñanzas y teorías de la guerra, y repasa la experiencia napoleónica y también la prusiana, de la mano de mariscales y estrategas eminentes como Moltke y Clausewitz.

 

 

La sociedad nos condenó a convivir. Y la cuestión consiste ahora en ver cómo tramitamos esa "dulce condena".

 


Después de la paliza de las primarias, muchos analistas notorios, varios panqueques mediáticos que corrían en auxilio del ganador y, sobre todo, cuantiosos empresarios esclarecidos del "círculo rojo" le acercaban en público y en privado a Mauricio Macri la misma sugerencia envenenada: sea más estadista que candidato, Presidente; abandone la campaña, si es necesario entregue antes el gobierno; todo por el bien de la patria. Los apologistas de esta verdadera eutanasia política se sintieron incluso molestos cuando una multitud, sin el incentivo del dinero y sin logística, sin convocatoria oficial ni apoyo periodístico, llenó espontáneamente la Plaza de Mayo y puso a Macri en el balcón de Perón y Alfonsín.

 

 

Ignora D'Hubert por qué Feraud porfía en el desafío, y ninguno de los dos recuerda muy bien la nimia razón que desató aquel encono íntimo que ha devenido batalla perpetua.

 

 

Groussac advierte con júbilo que Sarmiento era un "formidable montonero de la batalla intelectual" y Borges trata de explicar esa hipérbole: el autor del Facundo -afirma- "puso en el culto del progreso su fervor primitivo... Rosas, en cambio, deliberadamente exageró su afinidad con los rústicos, afectación que sigue embaucando al presente y que transforma a ese enigmático hacendado-burócrata en un montonero" a la manera de Quiroga.

 

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