Vicente Massot
Hay decisiones de esta administración que no se entienden bien. ¿Qué necesidad tenía el gobierno -desde que asumió sus funciones en diciembre- de pagar U$ 3000 MM en concepto de deuda externa si sabía de antemano que no podría honrarla en su conjunto y, por lo tanto, debería renegociarla en su totalidad en el curso del primer semestre de 2020?
Es verdad que el Frente de Todos semeja, en punto a sus diferencias ideológicas y estratégicas, una verdadera bolsa de gatos. También lo es que ese mosaico variopinto, comandado a medias por Alberto Fernández y a medias por Cristina Kirchner, llevó al gobierno a muchos improvisados.
Es comprensible que un gobierno enamorado de la cuarentena -y sin la menor idea de cómo salir de la misma- intente hacerle creer a la ciudadanía en su conjunto que cada quince o veinte días -poco más o menos- toma la decisión de flexibilizarla o extenderla con base en los sesudos consejos del trust de infectólogos que lo asesora y en el parecer de los gobernadores a los cuales convoca cuando le conviene.
No es tarea fácil -en rigor, nunca lo ha sido- desentrañar que se trae entre manos el kirchnerismo cuando calza el coturno y les adelanta a los organismos de crédito internacional o, como en este caso, a los tenedores de bonos con jurisdicción extranjera su propuesta de pago de la deuda pública argentina.
La estrategia que eligió el gobierno para enfrentar esta suerte de peste globalizada -para ponerle un nombre- no tiene marcha atrás. El aislamiento estricto llegó para quedarse cuando menos hasta fines de mayo o principios de junio, en el mejor de los casos.
Hasta finales del pasado mes de marzo para la gran mayoría de los analistas políticos -radiales, televisivos y de la prensa escrita- Alberto Fernández parecía reunir en su persona todas las características de un estadista, o poco menos.
En los dos primeros meses del año en curso habían muerto 14.641 personas por efecto del Coronavirus; 79.602 debido a resfríos de distinto tipo; 180.584 merced a la malaria; 153.696 se suicidaron; 193.479 en virtud de accidentes de tráfico; 240.950 producto del VIH y 1.777.141 por obra y gracia del cáncer. Las cifras son confiables, como que se originaron en la Universidad de Hamburgo.
A medida que la pandemia se extiende y la cuarentena se prolonga, surgen interrogantes que -al menos, de momento- carecen de respuesta. Pero no son dudas existenciales ni preguntas acerca del sexo de los ángeles.
Si la herencia que recibió Alberto Fernández dejaba mucho que desear, y buena parte de las dificultades con las que debía enfrentarse no tenían solución en el corto plazo, el coronavirus ha agravado la situación argentina hasta límites indecibles.
No hay registros de un gobierno que, apenas comenzada su gestión y en medio de un verdadero berenjenal de problemas, haya decidido -sin razones atendibles a la vista- pelearse al mismo tiempo con el campo, con buena parte de los integrantes de la judicatura y con la mayoría de las iglesias.
Si del reciente discurso pronunciado por Alberto Fernández con el propósito de abrir las sesiones ordinarias del Congreso Nacional se expurgan las vaguedades harto conocidas -propias de todos los presidentes que alguna vez pasaron por el mismo lugar-, las mentiras disfrazadas para que no se note demasiado el engaño, y los temas que se descontaban que el presidente iba a tratar, lo que queda es un texto del montón, sin miga ni vuelo.
El comunicado que el miércoles de la semana pasada, tras finalizar su estadía en Buenos Aires, dio a conocer el Fondo Monetario Internacional, llenó de regocijo al presidente de la Nación y a buena parte de sus acólitos.
A diferencia de lo que hubiera sucedido en el caso de haber sido Mauricio Macri el triunfador en las elecciones presidenciales del pasado mes de octubre, Alberto Fernández llegó a la Casa Rosada el 10 de diciembre con una certeza a cuestas: habría para él luna de miel, más allá de la desastrosa situación hallable en el país que estaba a punto de gobernar.
Si no fuera por el hecho de que abundan temas de mucho mayor trascendencia, la polémica estallada en el seno del oficialismo acerca de la existencia de presos políticos en la Argentina gobernada por el kirchnerismo le hubiera costado a más de un ministro o secretario de estado, la cabeza.
En general, todos los partidos, coaliciones y frentes que demostraron ser exitosos a la hora de vertebrar una campaña electoral en la Argentina contemporánea, a la vez fueron incapaces de formar equipos y de diseñar planes para no improvisar sobre la marcha cuando hicieran su arribo a Balcarce 50.
Es de creer que el ministro de Economía era consciente de la repercusión que tendrían sus declaraciones cuando advirtió, durante el pasado fin de semana, acerca de la inexistencia en su cartera de un plan para auxiliar a la provincia de Buenos Aires, incapacitada con sus solos medios de honrar el compromiso de U$ 277 MM, que vencen el próximo jueves.
Aunque suene poco probable, Alberto Nisman pudo haber decidido, en un momento de desesperación, quitarse la vida. Nadie se halla capacitado para determinar, más allá de cualquier duda, si fue asesinado.
“No es posible que a los empresarios haya que llevarlos a los latigazos”. La frase, escupida poco antes de que finalizara el año ya pasado, no salió de la boca de Cristina Kirchner o de alguno de los muchos integrantes de su entorno que todavía parecen soñar con una revolución socialista.
Nada de lo que ocurrió en los últimos días fue sorprendente. Más temprano que tarde -desde el momento en que asumió sus funciones Alberto Fernández- todos sabíamos que Julio De Vido tenía los días contados en la cárcel que lo albergaba desde dos años atrás, poco más o menos.
Si hubiese que elegir una frase que hiciese las veces de resumen y compendio de la Argentina, no habría dudas al respecto. Por extraño que pudiera parecerle a muchos, la elegida sería aquella que, a principios de la década de los sesenta del pasado siglo, identificaba a la célebre serie televisiva de ciencia ficción denominada “La Dimensión Desconocida”.
Sólo el curso ulterior de los acontecimientos pondrá al descubierto quién llevaba razón y quién se equivocaba en la controversia que hoy late en todos los análisis políticos y se reduce, básicamente, a esto: si entre Alberto Fernández y la viuda de Néstor Kirchner existen diferencias -inclusive de bulto- que al final del día no pasan a mayores en razón de que a ninguno de los dos le convendría pelearse a brazo partido, en medio de una crisis como la que deberán enfrentar a partir del próximo 10 de diciembre, o si se hallan destinados a dirimir supremacías desde el inicio de la gestión, aunque ello dinamite la administración de la que forman parte.
La de Alberto Fernández no será una presidencia vicaria, como en su momento resultó la de Héctor Cámpora. La razón estriba en el hecho de que su poder no lo ha recibido en préstamo y, en consecuencia, no deberá devolverlo sin chistar, cuando así lo determine su valedor. Juan Domingo Perón estaba en condiciones de despedir a quién había elegido para encabezar la fórmula presidencial del FREJULI, en marzo de 1973, con un simple gesto.
Cuanto ha sucedido en Ecuador y Perú, primero, y luego -casi sin solución de continuidad- en Chile y Bolivia, ha suscitado un sinfín de comentarios y dudas no sólo respecto al significado de los hechos que han puesto contra las cuerdas al gobierno del presidente Sebastián Piñera en el país transandino, y obligado a renunciar a Evo Morales en el Altiplano, sino también acerca de si algo similar podría darse en estas playas.
Bien está que Dilma Rousseff, Marco Enríquez Ominami, José Miguel Insulza, Ernesto Samper, José Luis Rodríguez Zapatero, Fernando Lugo y Rafael Correa, entre otros personajes destacados de la izquierda latinoamericana, se hayan congregado en el así llamado Grupo de Puebla para desde allí -en el llano, bien lejos del poder que alguna vez detentaron- despotricar contra el neoliberalismo y el presunto avance de las derechas en esta parte del continente.
Aunque pueda parecer mentira, en este mundo o, al menos, en la Argentina, existe lo que podría denominarse la algarabía de la derrota. Si alguien creyese que, tras un revés en cualquier orden de la vida, los que pierden siempre sufren sus consecuencias, sin ninguna alegría de por medio, estaría equivocado.
En las elecciones que se substanciaron el pasado día domingo hubo dos motores casi excluyentes: por un lado, el bolsillo, y, por el otro, el miedo. Si se perdiese de vista al primero sería imposible entender el 48 % de los sufragios que le dio la victoria al kirchnerismo.
El multitudinario acto que tuvo a Mauricio Macri como figura protagónica fue, para el oficialismo, mucho más importante que ese remedo de debate en el cual hicieron esgrima verbal todos los candidatos presidenciales el domingo pasado.
Como era de prever, el debate de los presidenciables no arrojó nada que ya no supiéramos. Con base en monólogos de apenas 30 segundos, los candidatos esquivaron las propuestas y cruzaron acusaciones y chicanas, sin que ninguno de los seis presentes fuese capaz de sacar claras ventajas respecto del resto.
No hay razones a prueba de balas para demostrar que la suelta de presos a la que asistimos desde el pasado 11 de agosto -día en el que se substanciaron las internas abiertas- sea consecuencia necesaria de la victoria electoral de Alberto Fernández.
Para el radicalismo fue un triunfo sin fisuras. Mejor, imposible. Para la coalición oficialista a nivel nacional -cuyo futuro es incierto- tuvo un sabor placentero luego de la catástrofe electoral sufrida en las PASO.
En el oficialismo hay quienes abrigan esperanzas de forzar un balotaje y alargar hasta finales de noviembre la definición de la disputa presidencial. No son legión, ni mucho menos. Unos pocos apenas, que bregan con voluntad digna de mejor causa, convencidos de que no está todo perdido.
Las especulaciones respecto de lo que planea hacer el kirchnerismo a partir del 11 de diciembre están a la orden del día. Como habrá pocos anuncios concretos, si acaso alguno, acerca del futuro programa de gobierno -al menos, hasta que se substancien los comicios programados para el 27 de octubre próximo- se entienden las razones en virtud de las cuales, en todos los lugares politizados, se tejen conjeturas sobre los caminos que piensa recorrer Alberto Fernández y cuáles serían los posibles miembros de su gabinete.
En medio de una transición en la cual solamente una cosa es segura -el que Mauricio Macri le colocará la banda al candidato del Frente de Todos- sobresalen del resto de los contendientes cuatro figuras estelares, no solo por el peso específico electoral que arrastran a su paso sino también por las posibilidades que se abren de cara al futuro de cada uno de ellos.
La Argentina es el país del eterno retorno. Cuanto desaparece hoy, reaparece mañana como si tal cosa. Esa recurrencia -sin solución de continuidad en los últimos setenta años- tiene una explicación más sencilla de lo que de ordinario se cree.
Hay un tema de conversación que cruza al país en diagonal y es materia de disputas en foros académicos, bares, casas de familia y reuniones políticas de la más distinta índole.
Aun cuando a muchos les disguste el término y en el gobierno se nieguen en redondo a considerarlo como válido, lo cierto es que ha dado comienzo la transición entre quienes resisten en la Casa Rosada, con poco poder de fuego y la pólvora mojada, y quienes se preparan para instalarse en Balcarce 50 antes de que termine el año.
Era predecible la victoria de los Fernández como impredecible resultó su magnitud. Cualquiera que fuera medianamente responsable sabía que, a simple pluralidad de sufragios, el Frente de Todos se impondría en las PASO.
Tanto en las tiendas macristas como en las de sus enemigos el clima que se vive en los días inmediatos anteriores a las PASO no se compadece con la euforia.
Sería de extrañar que -a esta altura de la campaña- faltasen encuestas y declaraciones. Respecto de aquéllas es poco cuanto puede decirse sin repetir lo ya expresado. El domingo 11, a última hora de la noche, sabremos a ciencia cierta cuáles relevamientos de opinión resultan confiables y cuáles no.
El fenómeno no resulta novedoso, ni mucho menos. Viene de lejos y se instala en el escenario electoral toda vez que cualquier sociedad -en esto sin distinción de latitudes- se polariza y con ello obra el efecto de excluir de la disputa de votos a las terceras fuerzas.
Todos los análisis hechos respecto del significado de las PASO coinciden en señalar tres datos claves: que no cumplen ni por asomo el propósito para el cual fueron creadas hace años; que -prescindiendo de considerar ese cometido siempre falto- han venido a resultar la mejor encuesta posible; y finalmente que, si bien no deciden nada, pueden tener efectos decisivos sobre las dos instancias electorales subsiguientes.
A las plataformas electorales nadie les presta atención. Tanto es así que los distintos partidos ni se molestan en redactarlas, como lo hacían décadas atrás, con pelos y señales.
Más allá de quiénes resultaron ganadores y quiénes debieron morder el polvo de la derrota en punto a la confección de las listas definitivas de diputados y senadores a nivel nacional, los dos datos relevantes que dejó en evidencia el cierre de las candidaturas del pasado día sábado fue, por un lado, la decisión del macrismo de olvidarse de los buenos modales para apuntalar a sus figuras estelares y, por el otro, el dominio absoluto del kirchnerismo duro -con el respaldo de Cristina Fernández, claro- a la hora de privilegiar a unos y postergar a otros en las boletas de su partido.
Dos meses atrás -día más o día menos- el equipo de campaña de la gobernadora María Eugenia Vidal -con la anuencia de ella, por supuesto- y Marcos Peña, mediando el visto bueno de Mauricio Macri, decidieron que era conveniente darle forma a un decreto del Poder Ejecutivo nacional por el cual la posibilidad de las listas colectoras quedara vedada.
Si hubiera un premio nacional para aquella persona que fuese capaz de obrar la mayor y más impactante sorpresa del año, se lo llevaría, sin sombra de duda, Cristina Fernández.
Es cierto que a nadie sorprendió el triunfo electoral del gobernador Juan Schiaretti el pasado día domingo.
La coalición que se bautizó a sí misma con el nombre de Cambiemos luce -como nunca antes- extraviada. Hasta un par de meses atrás, pocos si acaso alguno de sus integrantes de fuste, se animaban a plantear en voz alta la necesidad de oxigenar a ese conjunto de tres partidos, tan disimiles entre sí, con el aporte de fuerzas provenientes de diferentes latitudes ideológicas.
En mayo de 1995, cuando faltaban -como ahora- apenas seis meses para que se substanciaran las elecciones, a nadie se le hubiera pasado por la cabeza echar a correr la idea de que Carlos Menem debía bajarse de su candidatura para ser reemplazado por alguno de sus seguidores con mayor intención de voto.
Si Cristina Kirchner tuviera la seguridad plena de que en caso de dar rienda suelta a sus observancias populistas y del escalamiento de su discurso, resultase ganadora en los comicios presidenciales, no duraría un segundo en dar ese paso.
Por primera vez, la plana mayor de Cambiemos ha tomado conciencia de algo que se negaba a considerar -como posibilidad siquiera- y ahora debe contemplar como probabilidad: que Cristina Fernández -a quien la daban los macristas por derrotada antes de empezar- podría ganar en una segunda vuelta si las penurias económicas presentes se agravasen en los próximos meses.