Natalio Botana

La ciudadanía votó el domingo pasado con una contundencia que asombra. Se trata de un acontecimiento que, entre otras causas, toca de lleno en la crisis de representación de las democracias occidentales.

Entre tanto desacierto e incertidumbre, sigue vigente ese genio de la democracia que garantiza a toda la ciudadanía, sin mayores distinciones, el derecho de elegir a sus gobernantes.

No hay libertad (una palabra hoy tan gastada) sin república y no hay república sin democracia. A no perder ninguno de estos tres atributos.

La campaña electoral para las PASO oscila entre incertidumbres y certezas. La incertidumbre resulta tanto de la desafección a la política, debido a los deplorables efectos de las políticas públicas, como de los desaciertos de las encuestas, cuyo esfuerzo no compensado para despejar esa atmósfera dudosa se repite a diario, y no solo en Argentina según nos muestran las elecciones de la semana pasada en España.

Las recientes elecciones en La Rioja, Misiones, Jujuy, Salta, La Pampa, Tierra del Fuego, Rio negro y Neuquén han dado lugar a un comentario que se repite invariablemente: en esos ocho distritos pequeños ganan, en efecto, los oficialismos. He destacado este hecho durante estos cuarenta años de democracia; de tanto repetirse, va marcando una tendencia que afecta al principio republicano de la alternancia entre gobierno y oposición.

Desde hace un tiempo vengo insistiendo acerca del crepúsculo en el que ahora se interna la democracia de partidos (obviamente no soy el único). En 1983, cuando despuntó este régimen valioso que tuvo la virtud de durar más allá de crisis y sobresaltos, la democracia de partidos parecía gozar de buena salud. De hecho fue así a lo largo de dos décadas.

Cuando despunta este año electoral persisten el faccionalismo y la polarización, un arrastre de actitudes muy complicado que estalló durante el año pasado. El faccionalismo, en efecto, ahora arrecia en las dos coaliciones que disputan el poder. Los candidatos se multiplican sin que surjan liderazgos unificantes capaces de suscitar amplias adhesiones. Por su parte, la polarización no da el brazo a torcer.

Antes de las recientes elecciones de medio término en los Estados Unidos, Donald Trump y sus adictos anunciaban una “marea roja” (este color es emblema del Partido Republicano) que inundaría a modo de repudio el sistema político de esa antigua república.

En el Frente de Todos, Cristina Kirchner podría repetirse como quien toma la decisión. En Juntos, mientras Mauricio Macri duda podrían quedarse sin PASO.

La experiencia y la política comparada nos enseñan que no hay acuerdos socio-económicos convincentes si no media un pacto en el plano político-institucional fundado en la confianza recíproca de la dirigencia.

En estos meses se juegan dos partidas: la del corto plazo en manos del Gobierno y la del mediano plazo por el lado de la oposición. Ambas suponen riesgos.

En América Latina la historia revolucionaria del siglo XX, cuyos epicentros estuvieron al principio en México y más tarde en Cuba, ha quedado atrás. Esta alteración no supone que se hayan apagado las rebeliones sociales y los cuestionamientos a la gobernabilidad de nuestras democracias.

 

El estilo de jugar constantemente sobre el filo de la navaja desconcierta y hace crecer la incertidumbre. No hay en el Gobierno línea argumental y conducción ejecutiva.

 

La metáfora del título alude a la trayectoria circular de nuestra política. Entre estas idas y vueltas, la coincidencia de fechas invita a volver atrás. Con notas, entrevistas y una movilización en Plaza de Mayo (cuándo no) rememoramos durante estos días lo que pasó hace 20 años en aquel verano del descontento, un tiempo agónico atravesado por la furia colectiva.

 

 

Contra los intentos populistas de no reconocer la derrota, es claro que la coalición peronista-kirchnerista ha perdido con contundencia en todo el país.

 

 

En las recientes PASO perdió una fórmula de gobierno. No sufrió en soledad el Presidente este revés ni tampoco la Vicepresidenta es la única responsable de ese descalabro. La responsabilidad es compartida porque se ha puesto en entredicho una malograda experiencia de gobierno, por al menos tres razones.

 

 

Nuestras democracias sobreviven hoy bajo el impacto de tres grandes retos. La pandemia que nos azota; los legados de las desigualdades, las rebeliones sociales y la voluntad de ejercer hegemónicamente el poder; y la mutación tecnológica con la irrupción en la esfera pública de las redes sociales.

 

En este año predomina la política electoral con dos condimentos. El primero, novedoso, es la pandemia; el segundo es semejante al mito del eterno retorno: votaremos, como es habitual, padeciendo los efectos de una economía en crisis.

 

El 20 de enero de 1997, el senador John Warner, maestro de ceremonias de la toma de posesión del presidente Clinton, afirmó que los EE.UU. conformaban “la más vieja e ininterrumpida democracia republicana del mundo”. El miércoles pasado, la ceremonia se repitió con la solemnidad debida, en una ciudad de Washington vacía por la pandemia y militarizada para contener la agresión de los violentos.

 

En un pasaje de las Bases…, Alberdi escribió que “una vez elegido, sea quien fuere el desgraciado a quien el voto coloque en la silla difícil de la presidencia, se le debe respetar con la obstinación ciega de la honradez, no como a hombre, sino como a la persona pública del Presidente de la Nación”.

 

 

 

¿Por qué la política está en estos días descentrada? Si nos atenemos al antagonismo que, durante la pandemia, se manifiesta en lenguajes y proyectos parecería que el centro de nuestro sistema político se está desplazando hacia los extremos.

 

 

La coyuntura política despierta la sensación de atravesar un pantano en que, a golpes de efecto, se yuxtaponen impugnaciones y vetos. En ese fondo cenagoso quedan a salvo las convergencias entre Gobierno y oposición para enfrentar la pandemia; lo que resta evoca un contrapunto no resuelto entre dialoguistas y excluyentes.

 

 

Después del 11 de agosto esa vehemencia electoral está creciendo alocadamente impulsada por tres componentes: el pésimo encuadre institucional de las PASO; la torpeza de llevar adelante, a suerte y verdad, una polarización entre posiciones irreductibles; el talento táctico para fraguar la unidad del peronismo a despecho del faccionalismo que estallaba en sus filas.

 

 

Nuestra democracia está entrampada por una grave situación económica, procesos electorales de alta intensidad y un conflicto entre visiones excluyentes.

 

 

La Argentina padece hoy una doble ausencia. Persisten las libertades públicas y el sistema electoral, pero al derrumbe de la constitución económica se ha sumado la endeblez de la constitución moral de la república.

 

 

Si la dirigencia política sigue siendo incapaz de robustecer la moneda y la solvencia fiscal, el país seguirá inmerso en una democracia sin objetivos de largo plazo.

 

 

Las democracias se sostienen en dos constituciones: una política, garante de libertades, y una económica, que con un fisco sustentable debe impulsar la primera, para dar mayores niveles de igualdad. En Argentina, esa segunda "carta magna" carece de pactos y gira en el vacío.

 

La palabra "centro", de antiguo linaje en las democracias, se ha puesto de moda en el lenguaje de protagonistas y observadores.

 

Avanzar en el cambio dependerá de la conformación de un arco moderado capaz de soportar el embate de un sector al que le cuesta admitir su derrota

 

El desafío de hoy es configurar un arco político moderado que reconstruya sobre nuevas bases nuestro deteriorado sistema de partidos

 

La herencia recibida y la difícil transición de una economía subsidiada a una más competitiva complican el panorama económico y obligan a la política a posponer decisiones clave para cuidar las chances de los próximos comicios

Desde el momento en que fue derrotado el kirchnerismo, la voz convocante de la reconstrucción sobre un lodazal ineficiente y corrupto ha sido el regreso de la Argentina al mundo y a una reinserción internacional en busca de inversiones. Si nos atenemos a las giras y mensajes, tal resulta ser uno de los objetivos centrales de la presidencia de Macri.

Si tras el impacto de los escándalos lo que sigue es el silencio o la inoperancia de los distintos brazos del Estado, aumentarán la desconfianza hacia las instituciones y el descreimiento en la política

 

En un mundo en el que las limitaciones del sistema democrático generan fuertes reacciones ciudadanas, Cambiemos debe transmitir el mensaje de que las alianzas políticas pueden ser eficaces en el gobierno de la república

 

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