Pablo Mendelevich

Algo no suena bien. ¿Por qué razón el tercer presidente más votado de la historia argentina después de Perón y de Yrigoyen asumirá en condiciones de extrema fragilidad política combinadas con su extraordinaria robustez de origen? Javier Milei llega al poder con la menor fuerza parlamentaria que haya tenido un presidente, sin ningún gobernador propio, casi sin intendentes, sin un partido como no sea un armado electoral, sin cuadros con experiencia, carente de poder sindical y de vínculos con las organizaciones sociales, con la Iglesia católica en la vereda de enfrente, desprovisto de acuerdos partidarios. No son simples debilidades que contrastan con la fortaleza del respaldo popular, son los extremos nunca vistos de ambas cosas. Milei ya es un presidente de récords, el problema es que bate récords antagónicos. 

Si la transición fuera un producto de supermercado traería una electrizante alerta en blanco sobre negro: diría exceso de incertidumbre.

La Argentina, se sabe, funciona como un iceberg. Lo que está por arriba de la línea de flotación es apenas una parte menor del todo. ¿Será un 11 por ciento, como en los témpanos reales? Al estar sumergida, la porción mayor escapa a la vista. 

En la historia del peronismo, la apelación al cuidado de sus manos que hizo el domingo Sergio Massa no fue nada original. Cuando Luis Majul le preguntó por las causas judiciales de Cristina Kirchner, Massa dijo que no tiene “la obligación de poner las manos en el fuego por nadie”. 

Nadie en ningún país del mundo gobierna con declaraciones públicas. Pero mucho más ridícula parece la idea de que quien en realidad está gobernando con declaraciones públicas es la oposición. Según Sergio Massa, al ser entrevistado por una radio Javier Milei hizo subir el dólar y provocó inflación. Él, como ministro de Economía, no tuvo nada que ver.

Decadencias como Dios manda conocieron los egipcios, los griegos, los chinos, los romanos, los españoles. La decadencia argentina, en cambio, es de tipo sui generis, elástica, un poco absurda. Va y viene. O por lo menos eso se prefiere creer a menudo al amparo de aquella legendaria invocación religiosa a una buena cosecha, nada de caer en las garras del pesimismo sombrío. 

Faltan tres meses, más precisamente tres meses y cuatro días, para que la democracia argentina cumpla cuarenta años. 

Junto con el mediano y largo plazo, eternos ausentes del horizonte argento, algunos asuntos casi no están siendo mencionados en esta campaña electoral. Uno es la corrupción, que a lo sumo presta servicios destacados en modo insulto. Javier Milei, por ejemplo, se refiere a diario a la casta corrupta, a los periodistas ensobrados, a los empresarios prebendarios. Pero sería un error burdo confundir esas adjetivaciones de tribuna con una política anticorrupción o con posicionamientos frente al problema que plantean centenares de causas judiciales atascadas, nunca se sabe si adrede o por esa costumbre que tiene Comodoro Py de confundir las sentencias con buenos vinos y añejarlas.

Algunos líderes políticos cultivan el arte de la jactancia con admirable disciplina. Su enunciado estándar suele arrancar con “no me equivoqué cuando dije…”, giro apenas atemperado en ocasiones con el uso de una monárquica primera persona del plural. “No nos equivocamos cuando dijimos que si se hacía tal cosa pasaría lo que ahora está pasando”. En el repertorio de Alberto Fernández, por ejemplo, el molde se alterna con otras combinaciones gramaticales igualmente destinadas a felicitarse, en la actualidad su actividad más exigida.

Como presidente de la Confederación Argentina, Justo José de Urquiza vivía en el Palacio San José, Entre Ríos, el mismo lugar donde cayó asesinado. Bartolomé Mitre alquilaba en San Martín 336, Sarmiento vivía en la calle Belgrano (después se mudó a la actual calle Sarmiento 1251, donde hoy funciona la Casa de la Provincia de San Juan), Roca habitó como presidente una casa en San Martín 557, a una cuadra de la de Mitre, y Luis Sáenz Peña estaba aún más cerca de la Casa Rosada, en Moreno, entre Defensa y Bolívar.

Ahora sí. Acaba de empezar el baile en serio. El país entró en modo electoral pleno, con cinco etapas bien diferenciadas.

Fue el filósofo francés Antoine Louis Claude Destutt, un aristócrata que pasó un año preso en la Bastilla, el inventor de la palabra ideología. Se le ocurrió después de la Revolución Francesa.

Basta de realidades, queremos promesas, podría volver a decirse ahora en plena sequía, no la sequía agraria sino la otra, todavía peor, la de ilusiones, certidumbres y líderes preclaros.

Si Perón se levantara de la tumba y viera que el Papa es un cura argentino, cercano en su juventud, para más datos, a Guardia de Hierro, no hay duda de que se estremecería. Tal vez disimularía su perplejidad inicial asegurando que, igual que la Tercera Guerra Mundial, él esto ya lo había previsto. Pero el sacudón más fuerte le llegaría unos segundos después al enterarse de que, con el peronismo en baja, sin candidato, a punto de perder el poder en elecciones libres, el papa argentino designó arzobispo de Buenos Aires, primado de la Argentina, a un peronista explícito.

Es habitual que el kirchnerismo organice actos partidarios sobre las fiestas patrias o directamente las partidice desde el Estado. Pero hay que reconocer que en el caso del 25 de Mayo el almanaque ayuda, porque ese día asumieron en 2003 Néstor Kirchner y en 1973 justamente quien se convertiría en prócer exclusivo del kirchnerismo, Héctor Cámpora.

“Necesitamos que el Frente de Todos vuelva a ser gobierno”, decía el domingo Hugo Yasky al conmemorar en una sociedad de fomento de Florencio Varela el Día del Trabajador. ¿Sabrá Yasky que el Frente de todos, a cuya bancada de Diputados él pertenece, ahora mismo está gobernando? Si el FdT tuviera la suerte de resultar ganador en las elecciones no volvería. En todo caso seguiría. Porque para volver primero hay que irse. ¿O se fue? 

Un inédito, temerario y sobre todo impredecible año electoral está en desarrollo. En medio de la pobreza que sufren cuatro de cada diez argentinos, con una inflación anual de tres dígitos en ascenso, dólar indomable, sin reservas, sin hoja de ruta y con pronóstico recesivo, la frustración sumada al hartazgo inflama las chances de una ultraderecha unipersonal cuya taquillera ira no grita soluciones, grita la cercanía del abismo.

Que después de sesenta años el Movimiento Popular Neuquino (MPN) haya sido desalojado del poder constituye algo histórico. Otra cosa es desentrañar su verdadero alcance político. ¿Se trata, para decirlo en términos aristotélicos, de un cambio sustancial o de un cambio accidental?

Las tres “i” que hoy atormentan al gobierno -inflación, inseguridad, incertidumbre- bien podrían llevar los nombres de sus respectivas figuras descollantes: Massa, Berni y Dady Brieva. 

Alberto Fernández, quien en Washington encontró las banderas a media asta por la matanza en un colegio primario de Nashville, justo venía de contarle a Joe Biden en la Casa Blanca que hay un loco en su país que defiende la libre portación de armas.

¿Macri hizo un renunciamiento, renunció, o nada de eso, sólo dijo que no será candidato pero sin renunciar a nada, porque no se puede renunciar a algo que todavía no se llegó a ser? Hay cierto lío con las palabras en el agitado escenario público. En realidad el lío es con la historia argentina, plagada de renuncias memorables, no todas francas. La cultura política en la que Macri anunció su decisión, causante de intenso oleaje, tal vez merezca ser sumada a la interpretación de los hechos coyunturales.

Los últimos meses del gobierno de Isabel Perón -recordar esto no tiene por qué ser malinterpretado en términos históricos- fueron un desastre. 

La Argentina dejó atrás los golpes militares y la violencia política; pero, a 40 años de la recuperación de la democracia, subsisten enfrentamientos por la posición del Estado frente al papel que desempeñaron las organizaciones armadas

A Aníbal Fernández la oposición debería denunciarlo por plagio. Su lengua cortante puesta tantas veces en los últimos veinte años al servicio del descuartizamiento de antikirchneristas debutó el lunes con nuevo tablero de dardos: la mismísima familia Kirchner. Crujió el suelo, las placas tectónicas del peronismo se movieron anunciando inminentes réplicas, la grieta se llenó de lava incandescente. 

Es una situación extraña: el Presidente y la vicepresidenta venían sin hablarse. Aunque los dos pertenecen al mismo partido, manejan distintas porciones del Estado, se arrogan sendas cuotas de poder, hace rato que no se juntan para unificar el rumbo del gobierno, para discutir próximas candidaturas ni para ninguna otra cosa. Como en una pareja malavenida o en una sociedad comercial rota de hecho, el vínculo se tramita a través de terceros, categoría que llegó a incluir a los medios de comunicación. 

Benjamin Netanyahu conduce desde hace menos de un mes el gobierno más ultraderechista y fundamentalista de la historia de Israel, nación que en abril cumplirá 75 años. Eso significa que comparte el poder con dirigentes y partidos de dudoso pedigree democrático, lo que está generando en la única democracia de Medio Oriente considerable revuelo.

La tibia referencia del Papa argentino al fallido golpe de estado brasileño del domingo podría ser vista como la más clara demostración de la dificultad de hallar respuestas concretas a la crisis de las democracias.

Si los aniversarios se referenciaran en el futuro y no en el pasado (suena ridículo, pero ¿qué le hace una mancha más al tigre?), hoy habría que conmemorar el primer día del próximo gobierno. Un día que, se descuenta, será crucial. Y no simplemente porque todo comienzo lo sea.

Durante mucho tiempo, diciembre, puerta del verano, tiempo de paz y concordia por antonomasia, tuvo reputación de mes calmo. Hasta los golpistas respetaban diciembre. Preferían otros meses del año (marzo en 1962 y 1976, junio en1943, 1955 y 1966, septiembre en 1930, 1951 y 1955) para sacar los tanques a la calle. Imagen que los centennials solo vieron en películas.

¿La única verdad es la realidad? Perón en esta época seguramente no habría podido repetir su apotegma de cabecera sin ser amonestado por la juventud maravillosa de hoy. Le habrían salido al cruce cultores irreductibles del realismo representacional, adictos a la semiología de café, denunciantes metódicos de la invisibilidad de los poderes fácticos, miembros de la asociación amigos de Saint Exupéry, terraplanistas agazapados.

Algo más de diez mil horas faltan para que termine de gobernar el trípode Fernández-Fernández-Massa. Es un tiempo considerable, sobre todo si se recuerda que el nombre informal que recibe el plan de Massa, en realidad el único nombre que tiene es Aguantar.

Consabido profanador de causas nobles, al kirchnerismo le había quedado pendiente la fraternidad. Para eso el sábado desembarcó en una iglesia, nada menos que la Basílica de Luján. Pero como está en fase decadente -populismo sin plata- el tiro le salió por la culata.

De un gobierno que después de perder las elecciones hace un acto para festejar la derrota no puede asombrar que a un atentado fallido perpetrado por un individuo contra la vicepresidenta le conteste con un feriado nacional.

El lenguaje sindical utiliza expresiones que de tanto repetirse acostumbran al oído y se vuelven familiares. Es el caso del “estado de alerta y movilización”, un resorte que en los sindicatos suele estar tan a mano como el botiquín de primeros auxilios en un aserradero. La expresión tiene, tal vez, una resonancia animal. Significa ponerse en guardia frente a un ataque, prepararse para la defensa, amedrentar al agresor para que tema y se repliegue. 

La idea de que es al peronismo y no a ella a quien se está juzgando en Comodoro Py, consigna central del exaltado discurso de Cristina Kirchner de ayer, no es, por cierto, original. Hay en el mundo una lista interminable de perseguidos penales de la más variada especie que se declararon perseguidos políticos con la esperanza de zafar. En su caso, el mecanismo se complementa con la impronta contestataria del movimiento creado hace 77 años por Perón y el encumbramiento del revanchismo como motor de la historia.

Ya pasaron casi mil amaneceres desde aquel martes en el que asumieron los Fernández. Es probable que casi nadie se acuerde de la frase del alba: “volvimos mejores”. Luego de prestar juramento la fórmula compareció en Plaza de Mayo ante sus entusiastas militancias. Cristina Kirchner miró al presidente que ella había formateado y le dijo: “Sé que usted tiene la fuerza y la convicción para cambiar esta realidad tan fea que están viviendo los argentinos”.

Según la Real Academia, un batacazo es un “triunfo o suceso inesperado y sorprendente”. Si la fueguina Silvina Batakis hiciera un “Rodrigazo”, como propone Milei en memoria de Celestino Rodrigo, ¿se lo llamaría Batakazo con K (sic)? No hay que preocuparse por eventuales contradicciones semánticas. Con la sobreabundancia de absurdos que hay, hoy nadie se va a demorar en esas discusiones, mucho menos siendo ajenas a las sagradas cuestiones de género.

Varios sindicalistas del peronismo, no sólo Augusto Vandor, se reunían con Onganía en pleno apogeo de la “Revolución Argentina”. Respetables escritores, como Borges y Sábato, almorzaron con Videla dos semanas después del golpe de 1976. Hubo políticos que asistieron al “asado del siglo” para quince mil personas que organizó Galtieri (antes de Malvinas) en Victorica. 

En esta Argentina circular y desesperanzada, cada tanto aparecen en las redes sociales usuarios que compiten sobre hartazgos. Unos se manifiestan hartos de la repetición de problemas ancestrales, otros de la política, otros de los cortes de calles. Los más ácidos dicen que están hartos de estar hartos.

Tal vez Malvinas fue el mayor trauma producido por la manipulación de la verdad que envolvió a la sociedad argentina. Y eso es mucho decir. Se cumplieron ayer 40 años de la rendición, lo que arrastra un aniversario aún menos memorable, el de la negación de la derrota por parte del adalid de la guerra, Leopoldo Galtieri.

La idea de que en la oposición se están peleando por Yrigoyen mientras el gobierno estalla, la corrupción acecha, la inflación se torna indomable, la educación decae y la pobreza crece, habla de una dirigencia desconectada de la realidad, lo que agranda el temor al futuro de por sí incierto. Pero los opositores no se están peleando por Yrigoyen. O por el Hipólito Yrigoyen de galera y bastón de hace un siglo. La discusión en todo caso versa sobre los contornos del populismo. No el de ayer sino el de hoy.

Si John Kennedy y el Che Guevara, que dejaron este mundo hace casi seis décadas, cuando tenían 46 y 39 años, se levantaran hoy de sus tumbas y vieran que América latina y Estados Unidos siguen discutiendo “el problema cubano”, seguramente celebrarían una coincidencia. Lo menos que pensarían es que al morir ellos el reloj de la historia se detuvo.

En 2010, Mario Vargas Llosa renunció enojado a la titularidad de la comisión encargada de establecer el Lugar de la Memoria del Perú ante el presidente Alan García, rival político suyo, quien lo había designado. Como García decidió decretar una amnistía, Vargas Llosa lo acusó, con diversas consideraciones, de buscar votos “entre los herederos de un régimen autoritario que sumió al Perú en el oprobio de la corrupción y el crimen y siguen conspirando para resucitar semejante abyección”. Por su prosa no sería extraño que esta renuncia figure en alguna edición de las obras completas del Premio Nobel de Literatura. 

Es una verdadera novedad histórica lo que está pasando a nivel político institucional. Hay un presidente débil y un desencanto social mayúsculo, pero sin que se escuche –afortunadamente- al golpismo rugir, no al menos de la manera tradicional, esto es, que hubiera interesados en tomar precipitadamente el poder -detestable atajo- para hacer algo distinto de lo que está haciendo el presidente Alberto Fernández (que no es mucho). ¿Falta absoluta de ideas alternativas acerca de qué hacer con el país? ¿Madurez cívica? 

El debate viene escalando. Sí, es una frase absurda. Escala un conflicto, no un debate. Pero nos explicaron que entre los dos bandos gubernamentales no hay pelea alguna: están debatiendo. Para más datos, ideas. 

Si se dice que la Corte Suprema y su presidente Horacio Rosatti pasaron a ser los enemigos públicos de cabecera de Cristina Kirchner, detestación empedernida, metódica, pertinaz que ya conocen -entre otros- el Grupo Clarín, el campo y Macri, alguien puede pensar que irrumpieron nuevos actores en escena. Que de manera inesperada brotaron unos jueces apátridas, que vaya uno a saber de dónde salieron.

El ingeniero santafesino Agustín Rossi es un hábil político cuyo desempeño como líder parlamentario dejó buenos recuerdos, seguramente conoce mucho sobre temas militares (fue dos veces ministro de Defensa) y nadie discute que le sobran cualidades para el diálogo. Pero de historia argentina no parece saber demasiado.

A muchos académicos de ciencias sociales les apasiona investigar la capacidad de los sistemas electorales de inducir resultados. Es un asunto que a buena parte de los políticos les quita el sueño. Aunque hay varias diferencias entre los dos grupos.

Cristina Kirchner no le atiende el teléfono al presidente de la Nación, pero recibe con la mayor cordialidad al embajador de Estados Unidos. “It’s too much”, deben rezongar sus seguidores camporistas antiimperialistas, “los pibes para la liberación”. 

Los analistas políticos dicen que algo importante está por pasar. Es cierto que en la política argentina las novedades hacen fila para entrar a escena, nunca se agotan. Los hechos más o menos sensacionales, sean epidérmicos o profundos, se suceden en forma continua, fenómeno que no es ajeno al vértigo que impone el influyente mundo de los medios. 

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