Joaquín Morales Solá

En la Argentina, la vacuna contra el Covid-19 danza alrededor de las ideologías. El país es una de las diez naciones del mundo más afectadas por la pandemia.

El Presidente intuyó que el proyecto inconsulto podía provocar la ira de Cristina Kirchner, como realmente la provocó

Desde la elección de Carlos Rosenkrantz como presidente de la Corte Suprema, hace dos años, los miembros del más alto tribunal se enfrascaron en interminables luchas internas.

Alberto Fernández sabe que ella carece de límites, que está dispuesta a traspasar todas las barreras. Esa vaga certeza es lo único que explica el inexplicable temor del Presidente hacia su vicepresidenta.

Justo cuando la causa de los cuadernos tomaba un crucial impulso en la Justicia, el periodista Diego Cabot recibió la novedad de que era perseguido por la decisión de un juez.

En ese instante de desvarío, la pandemia no existió para un gobierno que jugaba como los jugadores compulsivos. Siempre confían en que la última carta convertirá la ruina en gloria. La carta salvadora falla, también siempre.

En las próximas horas, una sala de la Cámara de Casación, la máxima instancia penal del país podría resolver un pedido de inconstitucionalidad de la ley del arrepentido.

Cuando Cristina Kirchner lo quiera, el procurador general de la Nación y jefe de los fiscales será la instancia unipersonal más poderosa de la Justicia. Sucederá cuando se ponga en funcionamiento el llamado sistema acusatorio, que consiste en darles a los fiscales el poder de la investigación en el fuero penal federal.

¿Qué habrán pensado los delegados del Fondo Monetario cuando vieron a la militancia oficialista celebrar un "impuesto a los ricos"? ¿En qué país habrán imaginado estar cuando descubrieron que es un impuesto confiscatorio e inconstitucional?

Dijo que después de la carta estaba dispuesto a soltar amarras con ella. El Presidente ya no la necesitaba. Cristina Kirchner se había ido sin que nadie la echara. Fueron pocos los que conocían esa decisión presidencial, pero el entusiasmo fue grande. Duró poco.

El Presidente levantó ambos brazos y le señaló a Morales el camino hacia su país, como quien dice que hasta ahí había protegido a un héroe o a un mártir

Antes de cometer el desastre del martes último, la Corte Suprema de Justicia era la instancia que le administraba al oscilante país político cierta dosis de racionalidad.

¿Fue el temor a las represalias de Cristina Kirchner? ¿Fue el producto de una negociación política? ¿O fue, acaso, una negociación por temor a Cristina? En cualquier caso, una mayoría abrumadora de la Corte Suprema (solo existió la disidencia solitaria del presidente del cuerpo, Carlos Rosenkrantz) decidió desdecirse y concluir que los traslados de los jueces Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi habían sido temporarios, no definitivos.

La política imaginaba el momento en que Alberto Fernández rompería con su tutora electoral. Pero la política no es lineal ni lógica y Cristina Kirchner tiene -todo hay que decirlo- una inagotable capacidad para sorprender. Siempre se descuelga desde el lugar menos pensado.

Un texto se puede leer del derecho y del revés. O se puede leer una parte y omitir otra, sobre todo las que tienen un subtexto que hay que descifrar. Alberto Fernández eligió leer las partes de la carta de Cristina Kirchner en las que lo defiende de las supuestas agresiones de empresarios y medios periodísticos. Es su derecho.

No saben si quedar mal con el Gobierno o si quedar peor con un sector importante de la sociedad. Ese es el dilema que acosa, sin solución por ahora, a los integrantes de la Corte Suprema de Justicia.

La Corte Suprema de Justicia podría avalar de hecho en los próximos días la destitución de los jueces Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli, que juzgaron o juzgarán los delitos de corrupción durante la anterior era kirchnerista.

Un viejo axioma indica que la mejor manera de unir a la Corte Suprema de Justicia es atacándola, ya sea porque la aprietan en público o porque simplemente la detestan. El gobierno de Alberto Fernández cumplió acabadamente en los últimos días con esos requisitos para abroquelar al máximo tribunal de justicia del país.

¿Quién tendrá el pueblómetro para saber quién es pueblo, quién es gente y quién es un paria en este país? La respuesta es importante porque el Gobierno señaló que los numerosos manifestantes del lunes "no son la gente, no son el pueblo, no son la Argentina".

¿Es culpable Miguel Pesce, presidente del Banco Central, de la debacle cambiaria? ¿O la culpa la tiene Martín Guzmán, que conduce solo una parte de la economía?

El kirchnerismo ha muerto en el Gobierno. Y el peronismo también. Lo único que sobrevive, poderoso y autoritario, es el cristinismo, la corriente interna del oficialismo que lidera Cristina Kirchner.

Cuando parecía que la propia Justicia les soltaba las manos a los tres jueces destituidos por el kirchnerismo, la Corte Suprema pegó ayer un golpe sobre la mesa y dijo basta.

Es imposible explicar lo inexplicable. Pero resulta extraño que un docente de la Facultad de Derecho ignore el principio de la división de poderes y las facultades de la Corte Suprema de Justicia. Mucho peor es que quien desconoce todo eso sea ahora el presidente de la Nación.

El presidente de la Corte Suprema, Carlos Rosenkrantz, hizo uso ayer de una de las dos únicas facultades que le dejaron para convocar a una reunión extraordinaria del más alto tribunal de justicia del país, que deberá debatir y resolver el caso de los jueces Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli. Rosenkrantz tomó una decisión disruptiva y excepcional después de varias semanas de indefiniciones de la Corte.

No habrá más compras de 200 dólares mensuales para los argentinos. No necesitan decirlo. Ya lo han hecho. Hay tantos requisitos y tanta arbitrariedad que nadie podrá acceder a esa módica cantidad de dólares.

Carlos Melconian, el único economista que es un amigo histórico de Mauricio Macri y de Alberto Fernández, dijo ayer que la decisión de la empresa Falabella de irse del país es un "punto de inflexión" que debería llevar a la dirigencia política a repensar el país. "No hay inversión ni para lo que se deprecia. Es la prueba de la destrucción sistemática del capital y el trabajo", argumentó

Era un país de gente infeliz con una sola excepción, podrán decir los historiadores cuando escriban sobre estos tiempos. Cristina Kirchner está feliz. Dinamitó el único puente de racionalidad y diálogo que Alberto Fernández conservaba cuando lo despojó de más 30.000 millones de pesos a Horacio Rodríguez Larreta.

La tragicomedia que tuvo como protagonista estelar a Lázaro Báez en la inverosímil noche del lunes y que los argentinos siguieron por televisión, minuto a minuto, fue casi una metáfora de muchas anomalías argentinas. También fue la expresión de una situación social demasiado tensa: núcleos importantes de la sociedad están literalmente hartos de la impunidad de la política.

Máximo Kirchner era una mezcla de Felipe González, Julio Sanguinetti y Ricardo Lagos. Esa era la versión que distribuían, hasta hace poco, amigos y conocidos. Puro marketing para instalar al delfín como una figura consensual, casi presidencial. Como las personas se conocen no por lo que se dice que son, sino por los hechos que consuman, debemos concluir que el gen autoritario de la familia está presente en el vástago.

Ayer, cuando se estaba por cumplir un mes sin diálogo (ni presencial ni telemático ni telefónico) con la oposición de Cambiemos, Sergio Massa decidió convocar a los jefes de los bloques.

 

Si Alberto Fernández no fuera lo que es como presidente, Cristina Kirchner podría tener razones para asestarle un golpe de palacio. No las tiene.

 

¿Cómo saber cuándo terminó una era? ¿Cómo, cuándo otra era comenzó? Tal vez debamos detenernos en el lunes 17 de agosto para fijar una fecha en la que el Presidente les dijo adiós a los moderados.

 

¿Qué hacer con una socia que arruina el negocio? No es una pregunta que se está haciendo un almacenero (que lo puede haber), sino la que se debe estar formulando el propio Presidente.

 

Puntual, a la hora señalada, comenzó la protesta social ("banderazo", se llama ahora) más multitudinaria que se haya hecho contra el gobierno de Alberto Fernández.

 

Un bloque cercano y sombrío merodea la política. El país está en los umbrales de una colisión de poderes después de que Cristina Kirchner (y los senadores que la siguen, que son mayoría) decidió indisciplinarse ante la Justicia.

Es una situación casi sin antecedentes en la historia. Dos Cámaras de apelaciones de la Justicia se pronunciaron contra un proyecto del Gobierno (ni siquiera contra una decisión firme) y sin tener un caso concreto que las habilitara a decidir.

Llegó la hora de que la administración de Alberto Fernández tenga un plan económico. El embrionario acuerdo con los bonistas, que le consumió ocho meses de su gobierno, fue una decisión política del Presidente.

 

Es uno de los jueces más conocidos del país. Su nombre debe reservarse, pero nunca fue discutido por kirchneristas ni antikirchneristas.

 

Carlos Beraldi tiene fama de ser una buena persona y un buen profesional. A Rodolfo Canicoba Corral lo rodea el eco de haber sido un mal juez durante casi 30 años. Los dos expresan, cada uno a su manera y por motivos distintos, las razones por las que la reforma judicial que se conocerá hoy carecerá de consistencia política y de autoridad moral.

 

Nadie sabe nunca cómo empieza un estallido social. ¿Asalto a supermercados? Ya los hubo, en otro tiempo. ¿Un aumento exponencial de la violencia criminal? Es lo que está sucediendo ahora. Argentinos que se arman para matar a otros argentinos.

 

En el proceso de ampliación del poder cristinista en el Estado, la jefatura de los fiscales es una colina por la que valen todas las batallas

Es una coalición poliédrica y contradictoria. Las diferencias entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner salieron a la luz en los últimos días, como nunca antes, por decisión de la expresidenta más que del actual jefe del Ejecutivo.

 

Tenía la capacidad de dividir a las dos coaliciones más importantes de la política. Lo defendieron y lo rechazaron expresiones de la gobernante alianza peronista, pero también de la opositora Juntos por el Cambio. Supo esconder una enorme fortuna personal entre familiares y amigos.

 

El odio es también una enfermedad que no tiene vacuna ni remedio. Una sociedad enferma de odios tiene forzosamente un mal pronóstico. Es imposible evitar las consecuencias sociales, tal vez catastróficas, de esos rencores patológicos. Nadie puede hacer más en contra del odio, o a favor de él, que los que controlan el gobierno del país.

 

Hace pocas semanas se publicó una excelente investigación de la periodista María O'Donnell sobre el secuestro y asesinato de Pedro Eugenio Aramburu. Los hechos sucedieron hace 50 años e incluyeron el posterior secuestro del cadáver del expresidente de facto por parte del entonces novedoso grupo guerrillero Montoneros.

 

Fue un tiempo en el que un juez parcial marcó la agenda de los medios kirchneristas y el discurso de sus dirigentes. Federico Villena, que llegó a juez de la mano de Cristina Kirchner y luego acumuló poder gracias a los servicios de inteligencia del gobierno de Macri, cayó en uno de los tantos saltos mortales sin red que dio en la Justicia y en la política.

 

Es difícil recordar un presidente que, como Alberto Fernández, haga tantas declaraciones públicas frente a periodistas (muchos amigos, pocos críticos). Sin embargo, el Presidente es especialmente hábil para esquivar las definiciones sobre temas muy sensibles para el sistema democrático.

 

Una Robespierre sin guillotina. O con una guillotina manipuladora y cruel. Un Senado argentino convertido en el Comité de Salvación Pública de la revolución francesa.

 

Venía de una inverosímil excursión por el atormentado pasado del país cuando Alberto Fernández tropezó con un juez del interior profundo. Fabián Lorenzini, magistrado del fuero Civil y Comercial de Reconquista, echó de Vicentin a los interventores que envió el Presidente.

 

Cuando la Unidad de Investigaciones Financieras (UIF) pidió la inhibición de bienes de Mauricio Macri por el caso Vicentin (una causa penal en la que nadie está siquiera imputado) quedó claro que la persecución del expresidente forma parte de la estrategia oficial.

 

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