Esto le brinda al kirchnerismo algunas ventajas importantes. La primera es que, al no haber objetivos, el gobierno no se compromete a cumplir nada. Al revés de los que decía el infame Proceso, el kirchnerismo tiene “plazos y no objetivos”: pero el plazo es siempre la eternidad.
La otra ventaja tiene que ver con la posibilidad de ensayar las mil explicaciones sobre cualquier medida polémica que se toma. Ventaja que se multiplica al utilizar el gobierno todos sus canales de información /desinformación para “explicar” la decisión de modo contradictorio. Esto, que parece una paradoja no lo es ya que cubre así un espacio de opinión mayor, y genera, si no más apoyos, al menos dudas en los potenciales opositores.
La tercera es que cualquiera que intente reconstruir el “rompecabezas” de decisiones aislada es pasible de ser tildado de “paranoico”, y acusado de ver “conspiraciones” donde no las hay. Pero, como decía Woody Allen “podré estar enfermo de paranoia, pero que ahí abajo hay dos tipos esperándome es un hecho”. La oposición, en su momento, pudo imponer una “imagen integradora” ideológica que además funcionaba como un reloj de arena. “Si seguimos así, esto va a ser Venezuela”.
Sin embargo, el presente gobierno de Alberto Fernández posee una desventaja con respecto al de Néstor y los de Cristina: el Presidente, si tuviera todo el poder -que no tiene- no hubiera hecho algunas cosas. No me refiero a cuestiones éticas, sino, al perfil político del Presidente, el mismo que llevó a CFK a elegirlo como compañero de fórmula en una jugada genial. Era quien se había manifestado en las antípodas del rumbo que el kirchnerismo tomo después de la resolución 125, llegando a renunciar. Y, de este modo, era el que mejor podía “lavar el pasado”, para que sobre eso se edificara el eslogan “Volvemos para ser mejores” que sintetiza la racional de la victoria K.
Desde su conmovedora debilidad inicial, Alberto Fernández brindó un discurso inaugural donde resumió su Plan de Gobierno como el recuperar el legado de Raúl Alfonsín de una convivencia política, expresada en la idea de retorno al Consenso de 1983. Incluso, se comprometió con una promesa muy audaz, tanto en su contenido como en la forma de hacerla “Nunca más, y cuando digo nunca más es Nunca Más, a los operadores en la Justicia”. Y lo decía con Cristina Fernández, principal acusada del circuito corrupto del kirchnerismo a su lado.
Con los ojos de todos (especialmente, los del kirchnerismo) escudriñándolo en sus decisiones respecto a la deuda – que se llevó todo lo relevante en sus primeros meses de gobierno- Alberto consiguió que prácticamente nadie le reclamara sobre otra cosa. El Ministro de Economía fue en realidad el Ministro de la Deuda, especializándose Martín Guzmán en el tratamiento teórico de las reestructuraciones, por lo no cabía preguntarle por minucias como el retorno del crecimiento y otras yerbas asociadas.
Entonces, a Alberto le cayó del cielo (o desde la nariz de un infectado) el coronavirus. Y la pandemia, como en todos lados del mundo, se convirtió en un verdadero ciclotrón que aceleraba las partículas políticas a velocidades de la luz. De este modo, el peligro sanitario se convirtió en la crisis perfecta que demandaba a un Comandante en Jefe de las Fuerzas de la Salud para derrotarlo. Y en ese rol, Alberto Fernández podía fungir del presidente plenipotenciario. Su decisión, única, terrible y mayestática fue el “hágase la cuarentena”. Y la medida, por sobre todas las cosas, fue muy exitosa en la prevención de muertes.
Pero claro, siendo la crisis el ambiente natural desde donde la emergencia parecía legitimarlo todo, el Gobierno avanzó con una serie de decisiones que poco y nada tenían que ver con el COVID -19. Se mantuvo el Congreso cerrado, la Justicia todavía no funciona, La Cámpora inició una fuerte expansión en los Ministerios, se intentaron decretos de necesidad y urgencia injustificados. Y, así mismo, comenzó un ataque hacia el lado más vulnerable de la gestión que lo antecedió: no hay peor cosa para un gobierno republicano que acusarlo de utilizar políticamente a los servicios de inteligencia (cosa que ya había hecho el kirchnerimos, cuando acusaba al en ese entonces Jefe de Gobierno de la Ciudad recordando que “Mauricio es Macri”.
Y así llegamos, en los últimos días, con un claro agotamiento en AMBA de mantener la cuarentena (pese a que el Presidente demanda que vuelva el encierro total, dada la circulación del virus -que afortunadamente no se ha manifestado todavía en una demanda astronómica de camas de terapia-). Y a decisiones polémicas como el aplazamiento de la obra crucial de Potrerillos, como forma de disciplinamiento a la Mendoza opositora, y una nueva medida, la estatización de la empresa Vicentin que prende todas la luces al sector del CAMPO, quien como único productor de dólares ha sido siempre la fruta más deseada por el kirchnerismo (y que más resistencia ha puesto en el negarse a ser engullida).
Y aquí sí, el kirchnerismo puede esconder las cartas, utilizar mensajeros variados, afirmar que expropia para mantener la soberanía alimentaria (en un país productor mundial de alimentos), que lo hace por las fuentes de trabajo, y que lo jura por la Dalma y la Yanina. Pero lo cierto es que, pese a nuestra Democracia Memento (donde cada imagen nueva hace olvidar a la anterior) aparece un fondo común de memoria colectiva. Y esto reforzado por la hipermalaria de la hiperpeste, se transforma en el rechazo a la expropiación, paralela a que ha comenzado la Tercera Presidencia de Cristina Fernández, aunque sea Alberto quien firma los cheques,
Simplemente, el gobierno de Macri, con todos sus errores y omisiones, ha quedado como un paréntesis en una continuidad entre la radicalización del populismo de los últimos años de CFK y la vuelta del Vamos por Todo. Claro que esta vez, sin el cash de la soja, que a Néstor le había servido tanto para generar expectativas.
Luis Tonelli