Las diferencias entre los países desarrollados y los periféricos siempre fueron enormes. En esta nueva etapa de la pandemia, lucen descomunales. Los primeros continúan realizando un número muy significativo de testeos, hacen campañas de todo tipo para alentar la vacunación (ofreciendo incluso dinero en efectivo), incorporaron la tercera dosis para poblaciones de riesgo y hasta debaten la obligatoriedad de las vacunas ante el despliegue de la variante delta. Los segundos miran con la ñata contra el vidrio y se las arreglan como pueden. La Organización Mundial de la Salud, que perdió respeto y credibilidad por sus zigzagueantes recomendaciones a lo largo de los últimos diecinueve meses, acaba de pedir que antes de avanzar con las terceras dosis se asegure que los territorios más pobres hayan logrado vacunar al menos al 10% de su población. No se trata de un reclamo altruista: tanta gente sin inocular incrementa la chance de que surjan nuevas cepas. Por eso, la diplomacia de las vacunas entró en el crucial capítulo de las donaciones, con Estados Unidos tomando la delantera.
En la Argentina, la palabra de moda es “heterólogo”. Aunque habrá finalmente una dotación significativa de segundas dosis de Sputnik V, no serán suficientes y por eso es tan valioso el estudio de la ciudad de Buenos Aires que produjo resultados auspiciosos combinando con Moderna y con AstraZeneca. En el ínterin, voceros del “gobierno de científicos”, presidente incluido, pretenden influir en el ánimo de los votantes con mensajes esperanzadores respecto del eventual final de esta pesadilla global con menos fundamentos (acumulación de vacunas y avance de las primeras dosis) que contradicciones (enfatizar lo fantástica que es la respuesta inmunológica de la vacuna rusa, aún incompleta, en especial si uno ya se contagió de Covid-19, como hicieron el jefe de Gabinete bonaerense, Carlos Bianco, y el flamante ministro de Salud, Nicolás Kreplak). La doctora Marta Cohen se ocupó de saldar el debate: “Con una sola dosis estás mal vacunado”. Bastante peor es el caso de Cecilia Nicolini, que reivindicó públicamente su absurda y mal redactada misiva, filtrada por el propio Gobierno, con una cándida defensa de un supuesto “interés nacional”. Ese texto hablaba del “proyecto” Sputnik como propio, fue devorado por la vorágine de la campaña electoral y desplazado al atosigado desván de los desatinos vernáculos.
En otras latitudes, donde abundan las ampollas y también las personas renuentes a vacunarse –en particular los jóvenes–, el gran desafío de política pública es convencer sobre la inocuidad y la eficacia de las vacunas. Eso explica por qué se espera que Pfizer obtenga a comienzos de septiembre la aprobación definitiva por parte de la Food and Drug Administration, agencia regulatoria norteamericana. Preocupa la multiplicación de casos como el de Florida, donde el gobernador republicano Ron DeSantis minimiza el aumento vertiginoso de hospitalizaciones por Covid-19, mientras el coordinador de respuesta a la pandemia de la Casa Blanca, Jeff Zients, asegura que uno de cada tres nuevos casos de la semana pasada proviene tanto de allí como de Texas. La campaña de vacunación se ralentizó en ese país en comparación con el trimestre anterior, en parte por el uso político de la inmunización. Casi la mitad de los republicanos de la Cámara de Representantes aún no admiten públicamente si están vacunados. “No creo que nadie pueda meterse en una decisión individual”, afirmó a CNN el representante Chip Roy, precisamente de Texas. Muchos legisladores de ese partido criticaron las restricciones de emergencia, sobre todo de los gobernadores demócratas, desde el inicio del nuevo brote. Sin embargo, ante el riesgo de que se desacelere la recuperación económica, se incrementen los costos políticos y afecte a los votantes no demócratas, muchos líderes republicanos están recalculando. Asa Hutchinson, gobernador de Arkansas, se declaró arrepentido por haber desalentado el uso de tapabocas y pidió a la Legislatura de su estado que modifique una ley para que las escuelas decidan su uso obligatorio en función de la evolución de los casos en sus distritos.
El factor clave parece ser la confianza –minada por la misma pandemia– en la ciencia, en el Estado y en la industria farmacéutica. En EE.UU. disminuyó el número de personas que consideran que el impacto de la ciencia en la sociedad es positivo: de 73% en 2019 a 67% en la actualidad (entre los republicanos, la cifra baja al 60%). Esta misma grieta se manifiesta en la vacunación: una encuesta reciente de Washington Post-ABC News encontró una diferencia sorprendente: 86% de los demócratas había recibido al menos una dosis, contra apenas 45% de los republicanos. Además, solo el 6% de los primeros dijeron que podrían rechazar la vacuna, número que crece hasta 47% entre los seguidores del GOP. Más aún, el 60% de los estadounidenses no vacunados creen que el gobierno de Biden exagera los peligros de la variante delta. La resistencia de muchos estadounidenses a las regulaciones e impuestos por parte del Estado central es una de las características de ese sistema político que se incrementan por la ampliación del gasto público que impulsa Joe Biden y el temor a una escalada inflacionaria. La industria farmacéutica, a pesar de sus fabulosas contribuciones, genera sospechas: forma parte de las elites globalizadoras que acumulan rechazo en el contexto de esa revolución plebeya y contracultural que implicó el fenómeno Trump.
Geoff Mulgan –director ejecutivo del National Endowment for Science Technology and the Arts (Nesta)– destaca el rol de las “ortodoxias zombies” en alimentar actitudes negacionistas. Estos dogmatismos llevan a la implantación de un pensamiento único que rechaza el pluralismo como amenaza, impide cambiar de posición ante la evidencia científica y construye autómatas funcionales en vez de ciudadanos informados. Algunos legisladores republicanos alimentaron estos fantasmas: promovieron y distribuyeron datos falsos sobre el virus, los pasos necesarios para limitar su propagación y la inmunización. Por ejemplo, Marjorie Taylor Greene, suspendida temporalmente de Twitter después de compartir información errónea, o su compañera Lauren Boebert, que invocó imágenes de la era nazi para burlarse de los últimos esfuerzos de vacunación de Biden. Lejos está el partido de la herencia de George W. Bush, cuya iniciativa de salud para combatir el sida iniciada en 2003 lleva salvados 20 millones de vidas y alcanza su pico en la actualidad, con el lanzamiento, liderado por Estados Unidos, de otra vacuna. Algunos proponen que Biden convoque a Bush para convertirlo en una espacie de “zar de la vacunación” y que se ocupe de convencer a los republicanos de la importancia de inmunizarse.
El populismo siempre tuvo prejuicios contra de los expertos y utilizó sesgadamente el conocimiento científico: es parte del repertorio acusarlos de no estar en contacto con el pueblo. El coronavirus expuso la falta de capacidades estatales y la debilidad de las políticas públicas. Algunos buscan disimular esas falencias estructurales y sus propios errores de gestión con una narrativa tan autocomplaciente como irresponsable. El negacionismo se sirve del discurso populista para justificar su desdén por las recomendaciones científicas sobre cómo lidiar con el virus. Incluso en el punto en el que los especialistas de salud de todo el mundo parecen coincidir: la vacunación completa es, hasta el momento, la única solución disponible para superar la pandemia.
Sergio Berensztein