El Gobierno Nacional ha decidido colocarse a sí mismo al margen de la Constitución y el Estado de Derecho. Tal determinación resulta de la actitud de quien ocupa el cargo de Presidente de la República de alzarse contra la medida adoptada por la Corte Suprema de Justicia en la que se ordenó restituir una proporción de fondos coparticipables a la Ciudad de Buenos Aires.
Naturalmente, las consecuencias de su decisión tendrán un costo reputacional de importancia. Toda vez que al proclamar que incumplirá una sentencia judicial del máximo tribunal, el titular del Poder Ejecutivo Nacional ha desatado un conflicto de una gravedad institucional de envergadura que daña la infraestructura jurídica del país. Extremo que alejará toda posibilidad de inversión -local o extranjera- en un país que retrocede al estadio primitivo en el que quien temporalmente ocupa la Presidencia se cree facultado para no acatar un fallo de la CSJN.
Incapaz de aceptar los límites legales que circunscriben el ejercicio de su poder -y a pesar de su autopromocionada condición de gran profesor de Derecho- el Presidente ha incurrido en la desobediencia judicial, el abuso de autoridad y una evidente violación de los deberes de funcionario público.
Pero su accionar no puede ser interpretado sino en el marco de su alineamiento internacional. El que ha mostrado una permanente adhesión a las dictaduras que subsisten en nuestro hemisferio.
Porque al poner la diplomacia argentina al servicio de los regímenes de Cuba, Venezuela, Nicaragua y al convalidar las graves violaciones a la división del poder en Bolivia, la administración Fernández-Kirchner ha convertido a nuestro país en una herramienta de validación y resguardo del proyecto del Foro de San Pablo.
Hace tan sólo dos semanas, el gobierno argentino -junto a sus pares de Bolivia, Colombia y México- emitió un comunicado defendiendo el accionar del ex presidente del Perú Pedro Castillo quien intentó dar un autogolpe al decretar la clausura del Congreso de su país. Entonces, las autoridades argentinas insistieron en reafirmar que el golpista Castillo seguía siendo el legítimo presidente de ese país y, en los hechos, buscaron restituir a quien pretendió hacer descender al Perú en la noche de la dictadura.
Así como Castillo pretendió clausurar el Parlamento del Perú, Fernández busca anular al Poder Judicial en la Argentina.
Enlazados por una común patología, consistente en la incesante búsqueda por destruir las instituciones republicanas, ambos comportamientos deben ser leídos como partes de un mismo y único fenómeno.
Castillo y Fernández -así como sus aliados, los Castro-Díaz Canel, los Ortega-Murillo y los Chávez-Maduro- parecen inhabilitados para entender que en los sistemas democráticos, la elección de un Jefe de Estado o de Gobierno por medio del sufragio popular no convierte a ese individuo en un emperador.
Siguiendo los pasos de Castillo, repitiendo los falaces argumentos trasnochados del Grupo de Puebla sobre el carácter contramayoritario de los poderes judiciales independientes, Fernández cree que haber ganado una elección presidencial implica el otorgamiento de un cheque en blanco a su titular.
En nuestros países, el asedio a la democracia y la república es una constante por parte de enemigos que nunca descansan. Y que a lo largo de nuestras naciones, no cesan en sus intentos por disolver las formas del gobierno limitado y por imponer cambios de régimen que implican la muerte de la democracia.
Mariano Caucino
Especialista en relaciones internacionales
Ex embajador en Israel y Costa Rica