Martes, 31 Marzo 2020 21:00

Cuarentena: día 1, temporada 2 - Por Vicente Massot

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En los dos primeros meses del año en curso habían muerto 14.641 personas por efecto del Coronavirus; 79.602 debido a resfríos de distinto tipo; 180.584 merced a la malaria; 153.696 se suicidaron; 193.479 en virtud de accidentes de tráfico; 240.950 producto del VIH y 1.777.141 por obra y gracia del cáncer. Las cifras son confiables, como que se originaron en la Universidad de Hamburgo.

 

A esta altura -o sea, un mes y medio más tarde- el número de fallecidos ha crecido sin que la pandemia declarada por la OMS se haya cobrado más víctimas que cualquiera de las otras enfermedades arriba señaladas. Al 1º de abril, la curva de decesos del COVID-19 es inferior a la de muchas dolencias conocidas.

Sin embargo, al mundo lo ha ganado una histeria colectiva y se ha generado una crisis económica que parece no tener, cuando menos de momento, relación con la peligrosidad de la nueva peste que nos afecta.

No es cuestión de negarle entidad al mal, ni de pasar por alto su alto grado de contagio. La que vivimos es la tercera gran crisis de la post-Guerra Fría. La primera fue el atentado a la Torres Gemelas y la segunda el crac de los mercados del año 2008. A lo que apunta el comentario es que -tomando como parámetro de medida las muertes- cuanto estamos padeciendo es menos grave que otras epidemias que no tuvieron -ni por asomo- efectos económicos semejantes.

Más allá de las explicaciones que oportunamente puedan darse acerca de lo escrito con anterioridad, lo cierto es que -con base en la puesta en marcha del aislamiento social riguroso, que han aplicado la mayoría de los estados- estalló una polémica respecto de la sustentabilidad en el tiempo del confinamiento, e inclusive de su utilidad, digna de ser tenida en cuenta. De momento son pocos, aunque de primerísimo nivel, los expertos que han alzado su voz, en medio del coro monocorde de las insufribles cadenas televisivas, para poner de relieve que otro camino no sólo es posible, sino que es el más recomendable.

El reputado epidemiólogo y ex–presidente de la Comisión de la Salud del Consejo de Europa Wolfgang Wodarg, tanto como Vageesh Jaír, profesor de Salud Pública en University College de Londres, Manuel Elkin -descubridor de la vacuna contra la malaria- y el virólogo argentino y bioquímico Pablo Goldsmith, radicado en París, sostienen una posición minoritaria pero no por eso menos seria. A ellos se le han unido desde el premio Nobel de Economía de 2018, Paul Romer, y hasta el conocido empresario de origen argentino radicado en España, Martín Varsasky.

Así como conviene no prestarles oídos a las tonterías que supuestos entendidos de todas las latitudes ideológicas vierten a diario -seguramente aburridos de estar metidos en sus casas- acerca del fin del liderazgo norteamericano; el avance de las prácticas totalitarias de los estados para controlar a las personas; los cambios estructurales que sufrirá el mundo tras el fin del Coronavirus; el complot orquestado por China para generar un caos en las economías occidentales y quedarse con las principales empresas a precio de remate; o el supuesto plan de La Cámpora para orquestar asaltos a supermercados, realmente vale la pena repasar las críticas que, desde distintos ángulos, se le enderezan a la cuarentena como el non plus ultra del caso. El mejor resumen en la materia es el de Javier Aymat, escrito en Diario de Tierra el día 22 de marzo (http://diariodetierra.com/la-histeria-interminable/).

El meollo del debate reside en dos hechos indiscutibles.

1) El aislamiento total no se puede sostener por espacio de meses en la gran mayoría de los países que se recortan -a falta de mejor término- en el mundo occidental. Hay prácticas que cabe poner en ejecución en China y, sin embargo, resultarían impensables en Francia o en la Argentina. Con la particularidad de que nadie sabe a ciencia cierta si, amesetada la curva de contagios y terminada la cuarentena, no habrá un rebrote más adelante.

2) Las consecuencias, de suyo catastróficas, que genera un parate cuasi total de la economía crecen en proporción geométrica cuanto más se extienda el confinamiento. Por eso, aunque Donald Trump y Jair Bolsonaro puedan estar equivocados en punto a las medidas que han tomado, tienen una lógica que no se puede reputar a priori de descabellada.

Entre nosotros, está claro cuál es el derrotero elegido por el presidente Alberto Fernández que, hasta aquí, le ha dado buenos resultados en materia de la salud de la población, si bien la centralización de los tests en el Malbrán y el manejo monopólico de los respiradores a nivel nacional no parece ser la mejor estrategia.

En paralelo, los resortes económicos a los que se ha echado mano apuntan todos en la misma dirección: más emisión y más Estado. Algo, por supuesto, que en situaciones de carácter extraordinario nada tiene de malo, en tanto y en cuanto las autoridades caigan en la cuenta de que, si el sector productivo no podía solventar el disparatado gasto público criollo antes de la pandemia, mucho menos podrá hacerlo ahora. Pero precisamente esto último le ha pasado desapercibido al presidente y a su equipo.

A semejanza de lo que venían haciendo en los dos primeros meses de gestión, continúan apelando a una táctica de cuentagotas. En lugar de presentar un plan de emergencia íntegro, apuestan a las dosis homeopáticas. Eso, por un lado. Por el otro, a ninguno de los integrantes del gabinete económico, y mucho menos al comandante en jefe, se le ha ocurrido anunciar una baja generalizada de impuestos.

Es curiosa la forma de razonar del kirchnerismo en una coyuntura crítica cómo esta: se niega a dar un paso por el lado impositivo cuando, en rigor, la recaudación se va a desmoronar en razón de que las empresas pequeñas y medianas, los monotributistas y la gente en general van a dejar de pagar. Así como la posibilidad de que se rompa la cadena de pagos está a la vista y la caída de la actividad económica podría ser calamitosa, la AFIP debería recalcular sus estimaciones. De lo contrario, la sorpresa será mayúscula.

El gobierno no termina de definir qué pasará más allá del domingo de Pascuas. Tenía decidido desde hace cinco días -poco más o menos- extender la cuarentena hasta el 12 de abril. El domingo, al momento de anunciarlo Alberto Fernández, ya se discutía de puertas para adentro del gabinete nacional qué hacer el día después. Que la provincia de Mendoza, pasando por alto las instrucciones del Poder Ejecutivo, anunciara que abriría el aislamiento -aunque después se haya retractado su gobernador-; que casi veinte intendentes de la provincia de Buenos Aires, desoyendo los consejos de Axel Kicillof, hayan acordonado sus respectivos territorios; y que se multipliquen las voces provinciales amagando con la creación de cuasimonedas, pone al descubierto lo delgada que es la línea que separa la obediencia del sálvese quien pueda.

Con la base monetaria acumulando un aumento de 67 % desde el día que asumió la administración kirchnerista hasta finales de marzo -y que sólo en este último mes registró una expansión de 26,3 %- imaginar que, de seguir esta senda, al final nos espera una hiperinflación, no resulta un pronóstico alarmista ni mucho menos. El escenario descripto ha dejado de ser una posibilidad para transformarse en una probabilidad. Y ello sin contar la cadena de quiebras y despidos que se avecinan y los topes a los cuales ha llegado la recesión económica.

Frente a tamaño panorama enojarse con determinados empresarios y llamarlos “miserables” no representa una muestra de moderación. Sobre todo, en una crisis en donde -contra lo que dice el presidente- el Estado no ha hecho, en comparación con el sector privado, esfuerzo ninguno de austeridad. Salvo que alguien piense que echar mano a la máquina de fabricar pesos se puede contabilizar como ajuste fiscal. Antes de perder tan fácilmente los estribos Alberto Fernández debería pensar que, tal como la vivimos, no hay espacio para una tercera temporada de la cuarentena.

Vicente Massot

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